Opinión
Ver día anteriorDomingo 30 de julio de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La democracia sin rumbo
S

ería exagerado decir que el actual embate contra el INE, su Consejo General y su presidente constituye un peligro para la democracia. Más lo sería decir que tales ataques son un peligro para México, como canallescamente se dijo del propio Consejo General. Se trató, dirán los historiadores de la política en el futuro, de una escaramuza más en la larga y tortuosa marcha mexicana por alcanzar alguna plataforma de ”normalidad” política sustentada en la democracia representativa y pluralista que se inaugurara a fines del siglo XX. Pero, a la vez, también podemos decir que todas estas andanadas dizque justicieras merecen pasar y pronto al diccionario universal de la infamia en estos tiempos de más que estudiada cólera, siempre con la mirada puesta en la sucesión presidencial que empezará su largo proceso en unas semanas.

Podemos incluso esperar que, poco a poco, se imponga algún realismo en el ambiente político, del que forma parte sin duda la opinión editorial y de los expertos que han colonizado la sociedad civil realmente existente, para hacer frente a los verdaderos torbellinos que la frágil democracia mexicana tendrá que surcar. Antes, por desgracia mucho antes, de poder ofrecerle al país y su ciudadanía unos desenlaces políticos encaminados a construir un buen gobierno.

Esto último, construir un buen gobierno desde la pluralidad democrática y representativa, debería ser el punto de partida obligado para reiniciar nuestra siempre pospuesta reflexión de fondo sobre el perfil real de la democracia que por fin nos dimos, después de lustros de ensayos y errores y de abierta contumacia del poder autoritario que nunca aceptó dejar de ser el preceptor de la transformación política mexicana.

La obsesión cupular, en el Estado y los negocios, por controlar hasta el mínimo detalle de la transición marcó el rumbo y el ritmo del tránsito y contaminó los reflejos y perspectivas que apenas se formaban en los partidos nacientes y en el propio partido de la Revolución. Así, pronto, las dirigencias políticas y buena parte de la opinión pública dispuesta a acompañar el cambio democrático, perdieron el sentido del trazo que las reformas señalaban y muchos de ellos prefirieron decretar el arribo más que precoz de una nueva normalidad, democrática por supuesto.

Así se optó por la peor de las soluciones, que a los ojos de los deliberantes parecía la más fácil y expedita: una vez que los votos contaran y se contaran, lo demás se daría por añadidura. Virtudes teologales del mercado, alegremente importado a la política para homologarla con lo que ocurría con la economía.

El resultado, nos dice Gustavo Gordillo en estas páginas, es una fragmentación mayúscula del orden social y político, sin que pueda decirse que para superarla podamos contar hoy con el Estado. Jibarizado, el ente estatal se desdibuja en sus llamados órganos autónomos que sin más se volvieron apetitosos territorios para el buen empleo y la influencia, para una política poco o nada democrática pero, lo peor, sin el menor sentido del Estado y del servicio público.

No en balde se ha hablado de una crisis profunda de la estatalidad, cuyos remanentes autoritarios enquistados en la administración pública y lo que queda de las organizaciones sociales corporativas no pueden encarar, no se diga superar. Todo parece ir a la deriva o al pairo, diría un navegante, salvo cuando se observa el cuadro con más detenimiento y se detectan los múltiples movimientos estratégicos destinados a salvaguardar el flanco de la economía política abierta y de mercado que pudo implantarse de hecho y luego de derecho antes de que concluyera la mutación política hacia la democracia.

Por más que sus cruzados se desgañiten y maniobren, no es en el mercado donde nuestra sociedad va a encontrar el nuevo curso que requiere para navegar la globalización que viene. Sin el Estado, la democracia es, como nos lo sugiere Ilán Semo, un carnaval. Nada festivo y sí cargado de energías (auto) destructivas.

La situación social sigue dominada por la precariedad laboral, el subempleo y los bajos salarios. Las curiosas victorias en el frente laboral que sus subordinados le ofrecen al presidente Peña, no bastan para sostener que la cuestión social contemporánea ha podido dejar atrás, o esté en vías de hacerlo, el inicuo panorama con que inauguramos el milenio: pobreza urbanizada y masiva; desigualdad inconmovible; vulnerabilidad mayoritaria.

Estos deberían formar el ábaco inicial para exigir a los actores políticos y sociales, de la cúpula al llano, la formulación de un nuevo pacto que ofrezca gobernanza, buen gobierno y recuperación, ahora en clave democrática, de la solidaridad como pilar maestro del Estado y prueba de ácido para las mal llamadas políticas públicas. Estas últimas, por cierto, siempre serán reservadas, opacas, mientras la política económica siga secuestrada y sea la menos pública de las políticas.

Darle dignidad a las prácticas del Estado se ha vuelto condición primordial para ganar la propia legitimidad de la política, la democracia y el Estado. Para recuperar o reinventar el rumbo. Nuestro rumbo.