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El imperialismo, ¿pretexto supremo del cesarismo?
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n 1917, desde Ginebra, Vladimir I. Lenin publicó su famoso ensayo El imperialismo, fase superior del capitalismo, en que mostró cómo la guerra mundial que destruía Europa era un resultado del vuelco imperialista, y del capital financiero con que se aliaba con cada una de las potencias. La revolución rusa, que por cierto cumple 100 años, fue en sus inicios una revuelta contra el imperialismo, incluso contra el propio imperialismo ruso.

Finalmente, el mismo Lenin había declarado en 1916 que la humanidad podrá proceder hacia la inevitable fusión de todas las naciones sólo si pasa antes por un periodo de transición, marcado por la liberación cabal de todas las naciones oprimidas. Para emancipar a la humanidad hacía falta primero la liberación de las naciones oprimidas, incluso en el interior del propio ex imperio ruso. Por eso, en lugar de sustituir al viejo imperio con una república rusa, los revolucionarios declararon mejor una Unión de Repúblicas Soviéticas, en que cada nacionalidad tendría su representación política, lingüística y cultural. Esa era la idea, que luego irían dejando de lado en favor de la rusificación, a partir de los años 30, y la URSS terminó operando también como un imperio ruso.

Según Antonio Negri y Michael Hardt, el orden internacional que se fue tejiendo luego de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo después de la disolución de la Unión Soviética, pide que en lugar de pensar en imperios e imperialismos, pensemos mejor en el Imperio (con mayúscula) como un sistema capitalista mundial, que no está ya anclado en un Estado particular.

La advertencia vale, porque hoy hay sectores de la izquierda que tienden a equiparar el Imperio con Estados Unidos, haciendo omisión intencionada de los demás actores políticos relevantes del sistema capitalista internacional. Hoy casi todos los Estados forman parte del Imperio en el sentido de Negri y Hardt, y francamente no es menos imperio (con minúscula) el Estado chino o el ruso que el estadunidense. Vaya, hasta los brasileños y los mexicanos tienen sus ambiciones que cuidar en el sistema mundial.

Por esta razón, el grito antimperial puede fácilmente ser un pretexto. Esto tampoco tiene mayor novedad: Hitler usó una retórica contraria al imperio británico para justificar el nazismo; lo mismo hicieron los fascistas japoneses e italianos.

En el siglo XVIII, Samuel Johnson pronunció su famosa sentencia de que el patriotismo es el último refugio del sinvergüenza. En los siglos XX y XXI se podría decir algo parecido del antimperialismo. Casi no hay dictador que no se haya vanagloriado de su antimperialismo, desde Idi Amin y Sadam Hussein hasta Rafael Trujillo. Es una retórica redituable para el sirvengüenza, y no sorprende que desde el principio haya sido la bandera predilecta de Nicolás Maduro, en su larga marcha por transformar a Venezuela de una dictablanda a una dictadura.

Es verdad que Trump le ha regalado, por fin, verosimilitud a esta retórica, con sus tuits boicoteros y demás. Ni hablar. Y tiene también razón el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas cuando sugiere que el gobierno mexicano debe buscar una política internacional que se desmarque de la del dictadorzuelo en potencia que gobierna hoy Estados Unidos. Pero nada de esto justifica cerrar filas en torno de Nicolás Maduro.

Se trata, al fin, de un presidente que ha minado, si no es que de plano dinamitado, las instituciones democráticas de su país, y que ha presidido en la ruina de su pueblo. Es un presidente que no se responsabiliza nunca por nada, y que sabe sólo echarle la culpa de todo a la guerra económica. Imagina, como todo dictador de republiqueta, que puede tapar el sol con un dedo, pero la verdad es que no tiene un modelo económico, pero sino un modelo de incompetencia y de corrupción. Sabe arengar, pero no le cabe la posibilidad de asumir su responsabilidad ante nada. Es un verdadero caso ejemplar de la máxima el antimperialismo es el último refugio del sinvergüenza, sólo que en su caso, es también el primer refugio.

Los entusiastas del madurismo tienen una característica perturbadora: no les importa el sufrimiento de la gente de carne y hueso. En vez, defienden principios, abstracciones. Los venezolanos están bajando de peso por falta de comida. Hay una escasez crónica de medicinas que ha echado a la calle a los médicos a protestar desde hace tiempo. La solución de Maduro a este problema fue correr, en el pasado mayo, a Antonieta Caporale, su ministra de Salud, por el pecado de publicar una estadística que confirmaba que la mortalidad infantil iba en aumento.

Ahora Maduro anuncia que ganó la votación de su Constituyente con más de 8 millones de votos. Después de haber corrido a su propia ministra por reportar una estadística verídica, ¿quién le cree? Ocho millones era el número que necesitaba para coronar en una elección de Estado que hace que las recientes elecciones del estado de México parezcan suecas de tan limpiecitas. Era la elección que necesitaba para volver a echar a la cárcel a los líderes de la oposición, y tomar las medidas que quisiera para consolidar su dictadura. (Aplausos de la tribuna.)

El valor de la no-intervención imperialista es genuino, pero no tiene por qué distraer de la solidaridad con el pueblo venezolano, ni de la denuncia de un gobierno dictatorial, que ha llevado a su país a la ruina.