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Puntos sobre las íes

Recuerdos Empresarios LVIII

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al y como escribí en mi anterior entrega a La Jornada, Eduardo Margelli llegó a extremos muy severos con quienes no veía con buenos ojos, entre ellos El Chato Guzmán y Saturnino Bolio, que habían formado una Unión de Picadores y Banderilleros y que tuvieron que alejarse de los ruedos por las presiones que en su contra desató el gaditano, quien se sentía el amo y señor de la fiesta en México y alardeaba que únicamente sus chicharrones tronaban.

Y no paraba…

Ofreció a los matadores que se contrataran con él, al frente ya de El Toreo, que se haría cargo de un litigio para evitar que pagaran el impuesto sobre la renta.

Con tal sensacional ofrecimiento se puso al habla con Jesús Solórzano, Fermín Espinosa Armillita y Lorenzo Garza. El apoderado de El Rey del Temple, que era mi padre, no creyó en ese cuento de hadas, así que consultó con el licenciado Ernesto Sota García, quien le dijo que las autoridades mexicanas jamás aceptarían que un extranjero les cantara las mañanitas.

Así que se acabó la oferta.

Margelli, entonces, la emprendió contra mi padre y su socio, don Alfonso de Icaza, al prohibirles el acceso al palco desde el que transmitían la crónica de los festejos a los talleres en que se imprimía El Redondel, y tuvo además el descaro de amenazarlos con retirar la publicidad de los festejos a celebrarse si no se avenían a sus instrucciones en cuanto al contenido editorial.

Y a volar –o más lejos– lo mandaron.

Obviamente que el gaditano nunca midió los alcances de los codirectores, quienes idearon una increíble manera de seguir informando de los sucesos de domingo a domingo.

Mi padre habló con dos de sus sobrinos consentidos, René y Emilio Letayf, y les explicó el plan a seguir: don Alfonso se sentaría en la localidad más alta del tendido de sombra; llevaría una pequeña máquina de escribir, así como una buena dosis de pelotas de tenis, a las que les practicarían una especie de cirugía y una vez que terminaba el señor De Icaza de escribir sus impresiones de cada toro, uno de los sobrinos lanzaría a la calle el esférico con la página de lo escrito, el otro lo cacharía para correr al restaurante del amigo don Vicente Miranda y desde ahí comunicarse a la redacción de El Redondel.

Pero Margelli quería más…

Así que inventó otro productivo negocito.

¿Qué pagarles a los novilleros ni que ocho cuartos?

Ellos tendrían que palmar y por adela.

Para que todo ello fuera respetable, rentó una oficina para sus contrataciones y adquisiciones, sita en el número 24 de las calles de Meave y larga fue la fila de los soñadores de la gloria taurina que, según años más tarde me contara el licenciado Romero Caballero, se apoquinaban con 400 pesos cada uno.

Ahora bien, una cosa era prometer y otra muy diferente cumplir, y así en 1934 –ya con una buena suma de dinero– Margelli debe haber considerado destinar la lana a inversiones y una de ellas fue rentar El Toreo por un plazo de ocho años, en sociedad con Domingo González Mateos Dominguín –aunque algunas otras versiones afirman que el contrato fue de compra–, en tanto los novilleros se preguntaban cuándo vestirían de luces en El Toreo y por toda respuesta lo único que recibían era un yo le aviso.

Poco caso hizo de esas peticiones que fueron subiendo de tono y máxime cuando se hizo público que había adquirido la vacada de Malpaso y trasladado el ganado a Chichimeco, hacienda que años más tarde pasaría a ser propiedad de don Fermín Espinosa Saucedo y de uno de sus hermanos.

Lógicamente que con tantas inversiones debe haber llegado el momento de la crisis monetaria, con todas sus consecuencias, una de ellas por demás inimaginable.

El 21 de septiembre de 1936, Margelli recibió la visita del novillero Antonio Popoca, quien le exigió que le devolviera los 400 pesos, lo que motivó se fueran calentado los ánimos y, según versiones de algunos de los presentes, el empresario sacó una pistola con la que amenazó al novillero, en tanto otros declararon que Popoca iba armado, pero el caso es que el hispano recibió cuatro balazos, que le costaron la vida cuatro días después.

(Continuará)

(AAB)