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Cardenal Rivera: entre el clericalismo y la pederastia
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l cardenal Norberto Rivera declarando ante la Procuraduría General de la República (PGR), es un hecho inédito en la historia moderna de nuestro país. Gracias a los ex sacerdotes demandantes Alberto Athié y José Barba, así como a las cerca de 40 mil firmas en change.org que exigieron que el cardenal aclare los casos que él mismo reveló de 15 sacerdotes abusadores sexuales de menores. Con toda razón, la activista neoleonesa Cristina Sada Salinas en sus portales expresó: Por primer vez en la historia de México un cardenal tiene que declarar ante la PGR, al tiempo que se le abre una carpeta de investigación por su presunto encubrimiento de sacerdotes pederastas. Como ha trascendido en la prensa, el pasado 2 de junio los ex sacerdotes Athié Gallo y Barba interpusieron una demanda penal al cardenal Norberto Rivera Carrera ante la PGR por encubrir a 15 de sus párrocos que presuntamente abusaron sexualmente de menores de edad. Como sabemos en el desayuno navideño de 2016 el propio cardenal reveló que tuvo conocimiento pleno de presuntos hechos ilícitos perpetrados por sacerdotes adscritos a la arquidiócesis a su cargo. Y en ese mismo desayuno, el cardenal reveló que abrió expedientes eclesiásticos de investigación, documentación que envió al Vaticano. Sin embargo, al parecer, no hizo en paralelo ninguna acción para notificar a las autoridades mexicanas. Ese es el meollo de la demanda. El cardenal solamente denunció el caso ante las autoridades eclesiásticas en Roma, pero no lo hizo ante las autoridades civiles mexicanas, por lo que presuntamente encubrió a sus sacerdotes pederastas. Es de lamentar, que la comparecencia del cardenal se hizo sin la presencia de los demandantes por lo que se presume opacidad y trato privilegiado al prelado. Como muestra el hecho de que el religioso recibió el beneficio de comparecer desde sus oficinas arzobispales por su edad y en calidad de persona sujeta a investigación y no como imputado, como lo declaró su abogado Armando Martínez. El caso se desenvuelve bajo la sospecha y dudas de la impunidad que el cardenal Rivera ha gozado con soberbia en su vida episcopal pese a numerosas denuncias. Es decir, el cardenal ha hecho imperar el llamado fuero religioso o intocabilidad de los altos prelados, como regla no escrita en la cultura política mexicana.

Los tiempos cambian. Si el cardenal George Pell, el número tres del Vaticano, abandonó su cargo para enfrentar penalmente las acusaciones de pederastia en Australia, su país natal, ¿por qué no esperar que el cardenal Rivera en México comparezca ante las autoridades mexicanas para aclarar los delitos incurridos por sus sacerdotes y los casos documentados que envió a Roma? Las leyes seculares mexicanas y la sociedad tienen derecho a saber los nombres de los sacerdotes inculpados, conocer el número de víctimas y calibrar la magnitud del daño ¿Dónde están ahora? Saber el procedimiento que se tuvo tanto con las víctimas como con sus familiares, ¿Qué tipo de arreglos o negociaciones procedieron con los familiares? ¿El enfoque y la atención a las víctimas ha sido el adecuado? Como sociedad tenemos el derecho de conocer el nombre de los pederastas y estar al tanto si están en la cárcel y si fueron juzgados por las autoridades mexicanas. No basta que el Vaticano tenga conocimiento o si han sido procesados por la sagrada congregación para la doctrina de la fe. Los curas bajo la jurisdicción de Rivera han cometido graves delitos y requieren ser procesados por la justicia mexicana.

El cardenal Rivera tiene un historial muy delicado por encubrimiento de sacerdotes pederastas. Pesa sobre él, la sombra de Nicolás Aguilar desde que era obispo en Tehuacán. Pero su decidida protección al retorcido Marcial Maciel es uno de los mayores reproches que pesan sobre el cardenal. Rivera no se ha retractado de la inflexible y empecinada defensa que hizo de Maciel y de sus legionarios. Lo justificaba con bizarras teorías conspirativas, enemigos de la Iglesia, agentes anticatólicos que acechaban. Siempre descalificaba a los oponentes, los adjetivaba y colocaba bajo la sospecha, en cambio, pocas veces se preocupó por las víctimas. Arremetía y estigmatizaba como enemigos vengativos que de manera oportunista querían dañar a la Iglesia. Así han tratado a Alberto Athié, como un enemigo resentido que busca revancha. Un enemigo externo rencoroso que busca deteriorar la imagen de la Iglesia e influir para que el papa Francisco acepte pronto la dimisión del cardenal. Sin embargo, todos conocemos el compromiso de Athié, quien con valentía ha luchado por los derechos humanos y en especial ha denunciado los abusos sexuales a menores cometidos por el clero católico. Alberto ha recibido diferentes reconocimientos; en diciembre de 2016, el Senado aprobó su nombramiento como miembro del Consejo Consultivo de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Como nadie, conoce las entrañas del arzobispado y a los principales actores eclesiásticos y ha sido un referente contra la pederastia y encubrimientos religiosos. Busca, así lo ha declarado a los medios: que la indagatoria penal que interpuso sea efectuada con total eficacia, legalidad, transparencia y genuino anhelo de concretar los valores supremos de la verdad, la justicia y las reparaciones integrales a las víctimas. Que el Ministerio Público exija al cardenal Rivera que aporte los expedientes relativos a los procedimientos eclesiásticos a los que hizo mención en su declaración pública. Y que los responsables, cómplices y encubridores sean llevados ante la justicia. Athié y los ciudadanos que lo apoyan buscan la verdad y la justicia para las víctimas, no resarcimientos contra el cardenal en este momento de declive de su mandato.

En el libro Norberto Rivera el pastor del poder, Alberto Athié sentencia en el encabezado de su ensayo: El día que se sepa todo sobre el cardenal Rivera, el caso Maciel se quedará corto, revelaciones del entonces nuncio Giuseppe Bertello –hoy miembro importante de la curia reformadora de Francisco– al padre Antonio Roqueñí. El ciclo de Norberto Rivera ha concluido, es el momento de evaluar críticamente la propuesta de un modelo de Iglesia clericalista y anacrónica. Dicho de otra manera, la fecha de caducidad ha expirado desde hace muchos años.