Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de agosto de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tragedia carioca
H

ace un año, Río de Janeiro mostraba cierto orgullo al realizar los Juegos Olímpicos, que por primera vez ocurrían en una ciudad sudamericana. El orgullo era relativo porque el país vivía una crisis política y económica que preocupaba a todos, dejando muchas dudas sobre el futuro.

Recursos federales, estatales y municipales por un valor todavía desconocido pero que alcanzaron miles de millones de dólares habían sido invertidos en obras cuyo destino sería quedar como herencia benigna para la ciudad. La Villa Olímpica, por ejemplo, con sus más de tres mil departamentos ,sería una inyección de ánimo en el mercado inmobiliario.

Es verdad que meses antes de la apertura de los Juegos Olímpicos el gobernador del estado declaró situación de calamidad financiera, una jugada maestra para obtener de Brasilia un par de miles de millones más argumentando que serían destinados para la seguridad pública durante el evento. Y también es verdad que desde hacía algún tiempo que la principal fuente de recursos de Río, los royalties por la explotación de petróleo, se había derrumbado de manera asombrosa.

Otra verdad, en aquel entonces limitada al terreno de los rumores: el gobernador anterior, Sergio Cabral, del mismo PMDB del ahora presidente Michel Temer y del ahora gobernador Luiz Pezão, robaba como quien respira. Bueno, se confirmó que Cabral y su pandilla se hicieron con por lo menos 150 millones de dólares, dando muestras de que el apetito de ciertos corruptos es insaciable. Todavía no se sabe en verdad cuánto robaron, pero comparado al tamaño del hueco en el presupuesto anual del estado de Río de Janeiro –calculado, a principios de agosto, en alrededor de los seis mil millones de dólares– tendrá siempre un peso más moral que material.

Bueno: el desempeño de los atletas brasileños en las Olimpiadas de 2016 fue apenas regular, pese a algunos logros individuales formidables. Pasado un año de los Juegos Olímpicos y cuatro del fiasco del Mundial, ¿qué es lo que se ve en Río de Janeiro, que por décadas ha sido llamada la Cidade Maravilhosa? Pues una tragedia cuyas dimensiones parecen desafiar límites, y que se extiende por todo el estado.

De los más de tres mil departamentos de la Villa Olímpica se vendieron menos de 500. Y el mítico Maracaná, reformado por casi 500 millones de dólares, hoy es un campo seco y abandonado. Nadie juega al futbol, entre otras razones porque el estadio está cerrado.

Hubo, por supuesto, una secuencia de años de gobierno cuya irresponsabilidad fiscal fue ilimitada. El río caudaloso del dinero del petróleo permitió, además de robos olímpicos, obras faraónicas y de necesidad altamente discutible. Cuando esa fuente secó, el estado se hundió.

Si por todo el interior las marcas del abandono son visibles, en la capital, Río de Janeiro, y su conurbano, más que visibles se hacen escandalosas. La Universidad del Estado, la UERJ, considerada la quinta mayor del país y la undécima de toda América Latina, suspendió el año lectivo de 2017, por absoluta falta de dinero. No sólo profesores, también becarios no reciben dinero desde mayo. Tampoco cobran las empresas encargadas de vigilancia, limpieza, manutención y del restaurante.

En el sector de salud pública, las tres esferas gubernamentales –nacional, estatal y municipal– desde hace mucho dejaron de atender sus instalaciones. El Instituto Pinel, antes referencia en tratamiento siquiátrico, cerró su centro de emergencia por falta de médicos. El sanatorio Pedro Ernesto, del estado, único hospital público que ofrece atención a enfermedades de alta complejidad, sólo mantiene 180 de sus 500 lechos en actividad. Como los poco más de mil médicos y enfermeros no cobran sus sueldos desde mayo, buena parte de ellos no tiene recursos siquiera para el transporte hacia el trabajo. Casi todos los enfermeros prefieren turnos de 24 horas para ahorrar el dinero de la conducción. En los 19 hospitales oncológicos de Río, el tiempo entre diagnóstico y comienzo del tratamiento, que por ley no podría ser superior a 60 días, es de entre 10 meses y un año. La ley también determina que 12 por ciento del presupuesto sea destinado a la salud pública, pero en Río no llega siquiera a la mitad.

Hay más de 250 mil funcionarios, entre activos y jubilados, que no cobran desde mayo. Y del salario extra de diciembre del año pasado, ni un centavo.

Otro punto especialmente grave se observa en la seguridad pública. El número de robos, asaltos y asesinatos se multiplicó este año. Solamente en el primer semestre fueron registrados tres mil 457 asesinatos. La muy justificada sensación de inseguridad absoluta trajo consecuencias desastrosas para el turismo: en julio, mes de las vacaciones de invierno, la ocupación de los hoteles no superó 40 por ciento. Restaurantes, bares y centros nocturnos perdieron más de la mitad de su movimiento, porque la gente tiene miedo a salir por las noches. Con eso, se agrava la situación del comercio en general, que a raíz de la doble crisis –la local y la nacional– enfrenta la peor crisis en décadas. Solamente en julio 914 comercios cerraron sus puertas en la ciudad de Río de Janeiro. Si se considera el periodo de atención al público –10 horas al día– lo que ocurrió fue el cierre de algún negocio a base de tres por día, uno a cada tres horas.

En las autovías y carreteras de Río, en solamente 11 días se registraron 267 asaltos a camiones. Fueron robados aparatos electrónicos, refrescos, cigarrillos y alimentos, en una secuencia que significa un asalto por hora.

Ese, en fin, el verdadero legado olímpico dejado a la Ciudad Maravillosa. O, quizá, el verdadero sueño de los que defienden, de manera fundamentalista, la imposición del Estado Mínimo en Brasil.