Editorial
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CFE: 80 años de claroscuros
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undada en agosto de 1937 por el gobierno del general Lázaro Cárdenas, la Comisión Federal de Electricidad (CFE) ha sido una de las instituciones que más han aportado al desarrollo del país y es, en el presente, la mayor empresa eléctrica de América Latina. En los 80 años transcurridos desde entonces, la entidad (en combinación, hasta octubre de 2009, con la Compañía Mexicana de Luz y Fuerza) logró elevar la cobertura eléctrica de 50 a 98 por ciento de la población y fue un pilar del proceso de industrialización experimentado por el país durante buena parte del siglo pasado.

Cabe recordar que la decisión de Cárdenas fue motivada por la renuencia de las empresas privadas, que por entonces generaban y distribuían energía en el país, a extender sus líneas a regiones agrícolas de poca densidad de población, en las cuales obtenían márgenes de ganancia menores que en los conglomerados urbanos. Por eso el gobierno se planteó la creación de un sistema de generación, transmisión y distribución de electricidad que no operara con fines de lucro sino con criterios técnicos y de desarrollo económico y que pudiera, por tanto, beneficiar al grueso de la población nacional con tarifas mínimas. Así fuera de manera indirecta, pues, durante varias décadas la CFE formó parte de los instrumentos del Estado para reducir la desigualdad, propiciar la redistribución de la riqueza y alentar la movilidad social.

Estos lineamientos no sobrevivieron al ciclo de gobiernos neoliberales iniciado en los años 80 del siglo pasado. Mediante sucesivas modificaciones constitucionales –desde las operadas por el salinato al artículo 27 hasta la reforma energética impulsada en el presente sexenio–, el gobierno ha ido entregando la generación de electricidad a la lógica del mercado y actualmente la CFE compra a empresas privadas (trasnacionales, en buena medida) una parte sustancial de la energía que distribuye. Ello, aunado a las prácticas de facturación poco escrupulosas, ha repercutido en un alza sostenida de las tarifas eléctricas a lo largo de la década anterior, lo que a su vez ha generado un vasto y ubicuo descontento social en contra de la hoy empresa productiva del Estado. El malestar se ha expresado incluso en movimientos de resistencia que lo mismo se desarrollan en barrios urbanos que en comunidades rurales y no se limita al acuciante problema de los cobros excesivos sino que cuestiona, en forma cada vez más clara, los impactos ambientales negativos de los megaproyectos energéticos, independientemente de que sean privados o públicos.

Para colmo, y a pesar de programas supuestamente ecológicos pero de carácter ornamental, la CFE experimenta un grave rezago en la urgente tarea de emprender la transición energética hacia fuentes renovables. El desarrollo de tales fuentes se ha dejado en manos de corporaciones privadas –como es el caso de las granjas eólicas–, en tanto que la institución pública sigue construyendo centrales termoeléctricas de ciclo combinado movidas por gas natural comprado al extranjero, como la que inauguró ayer el presidente Enrique Peña Nieto en Empalme, Sonora. La capacidad hidroeléctrica instalada, por su parte, experimenta una preocupante obsolescencia, subsanada por las compras a productores privados.

Hoy es claro que el modelo centralizado con que operó el organismo durante el siglo pasado llegó a sus límites, pero más preocupante y peligrosa es la pretensión de entregar cuotas de producción eléctrica cada vez mayores al libre mercado. La CFE no debe seguir siendo usada como plataforma para megaproyectos particulares de alta rentabilidad y características depredadoras. Debe, en cambio, convertirse en palanca de un nuevo modelo de electrificación distribuida, con sentido social, basada en fuentes renovables (solar, mini y micro eólica e hidráulica, geotérmica y de procesamiento de biomasa) de generación local (comunitaria, barrial, municipal e incluso fórmulas de autoconsumo, tanto individual como corporativo) y respeto al medio ambiente.