Cultura
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La fauna errante
L

as errantes faunas de este mundo se mueven entre muros y fronteras, entre ríos y desiertos, en las ciudades y sus intersticios más inciertos. La fauna errante encuentra la carne del color, y con ella la liberación de los fantasmas que la hostigan, de sus depredadores ávidamente multiplicados por el odio agudo de estos tiempos. Y llegada aquí, la fauna de los vivos se reconcilia en la fiesta y despierta a gritos. Es necesario detenerse ante los cuadros de Armando Brito (Cuernavaca, 1956) y recuperar, así sea en sueños, la convicción de que todo está por hacerse pues la creación (en términos míticos) siempre recomienza, sea labor de dioses o resultado de la evolución de la materia.

Ubicadas en el terreno donde la figuración se desfigura y lo abstracto se concreta, uno siente en las telas, tablas y papeles de Brito que está tocando algo y está siendo tocado por alguien. Y es tal la resonancia de sus formas rebeldes que uno cree oírlas, como si los cuadros respiraran a su aire en el aire de uno.

En una exposición de motivos de Brito, el poeta Ricardo Yáñez discierne: Y ahí va la estrella sola por su rumbo perdido, que no es perdido, no, sino encontrado. Y sobre la tierra retumbada el temblor de las alas de la mujer desnuda con sus alas ya no importa de qué. Y ahí anda el burro amando la primavera herida de florecimientos, abejas. Y el conejo, ¿qué busca, sino dar, a la carrera, siempre a las carreras (así sea mordisqueando nada más lo que se come), todo de sí, extensamente. Citado aquí para ya no repetir las direcciones de los seres y la proximidad erótica de los cuerpos que caracteriza estos colores brillantes, y atractivos porque atraen la mirada.

Rotulista en sus orígenes, Brito se encuentra en armonía con el trazo gordo tanto como en la brocha fina: la fuerza un horizonte, el tamaño un aliado del contenido. Fauna terrestre, los errantes en este camino capaz que vuelan (ya cálmate, Chagall), sea por sensuales, sea por provocativos, igual que todos los hijos y nietos de Rufino Tamayo. Tal vez no signifique ya nada (o nada claro) decirlo, pero los trabajos de Brito son muy mexicanos, por su alegría violenta y lo carnavalesco de sus ritmos.

Han existido y existen en esta obra cuerpos desmembrados, paisajes rotos, objetos perdidos. Pero en fondo apunta a la recuperación del paraíso. Estamos ante una pintura edénica que aspira al lirismo como una manera válida del realismo y nos remite a su maestro y hoy colega Roger von Gunten, ese poblador definitivo del idilio morelense, quien ha escrito: Érase una vez un presente tan lejano que ni el tiempo ni el espacio significaban para su futuro. En ese presente mítico-poético parecen arraigarse los cuadros de Armando Brito; en ningún momento como remembranza y nostalgia sino como vivencias actuales renacidas aquí y ahora y transmitidas con vigor y belleza y una gran riqueza de recursos pictóricos.

¿Quién heredará la tierra del que emigra? ¿Que encontrará el errabundo en su camino al jardín de sí mismo, aquel que siempre será, para cada quién, el jardín preferido (algunos le llaman La Tierra Prometida). En el contexto del país desgarrado y los días de cataclismo y tumulto en donde nacen estas pinturas, tal jardín es el que los errantes se vieron obligados a dejar. Si no fue el miedo fueron la pobreza o la sed de aventura. Su Tierra Prometida es la que queda atrás, al partir en su viaje les laten al nivel del pecho todos los posibles regresos. Y los imposibles.

Son imágenes con música, a veces evidente por la aparición del músico y su instrumento. En ellas son posibles el baile, el abrazo, la resonancia de las bestias nobles y los rostros mirándonos de frente que nos retan, nos retratan y nos interrogan. Parecen atónitos pero en su interior, como nosotros, saben que han sonreído y ya con eso se iluminan.

(La muestra La fauna errante, de Armando Brito, se presentará próximamente en La Galería Avenue 50, Los Ángeles, California).