Opinión
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Fernando Césarman
G

ran humanista, mago de la siquiatría, bondadoso como sólo lo son las personas dotadas de una profunda inteligencia, Fernando Césarman dedicó parte de su vida a combatir el ecocidio. De una rara clarividencia, publicó un primer libro titulado precisamente Ecocidio hace más de medio siglo, cuando las inquietudes por la destrucción del medio ambiente eran consideradas falsas alarmas de profetas del desastre.

Apoyado por don Joaquín Díez-Canedo, otro visionario, quien lo publicó en su editorial Mortiz, Fernando seguiría las observaciones y análisis de la situación real del medio ambiente que lo llevarían a estudiar la inadaptación del hombre al progreso de la ciencia y la técnica. Creadas por el ser humano para mejorar su nivel de vida, la misma rapidez de la evolución científica y tecnológica no le dieron el tiempo de adaptarse, produciendo así una alopatía ecológica: la terapéutica para mejorar y alargar la vida comenzaba a producir resultados contrarios al poner en peligro la existencia del planeta del cual dependemos.

Si la mayor parte de su tiempo lo consagró a sus pacientes, a quienes recibía desde las nueve de la mañana, Fernando Césarman, trabajador infatigable, supo crearse algunos huecos entre sus ocupaciones médicas para incursionar en otros dominios como la literatura y el periodismo.

Hermano de los eminentes cardiólogos Teodoro y Eduardo, fallecidos antes que él, Fernando formó con ellos una tríada tan brillante como generosa. Compartieron un primer consultorio, antes de pasar a un espacio más amplio en avenida Reforma, en el noveno piso de un edificio situado en la esquina de Hamburgo y Niza. Fernando ocupaba dos piezas del piso. El resto lo ocupaban los consultorios personales de Teodoro y Eduardo, los diversos servicios de análisis provistos de los aparatos e instrumentos más sofisticados de la época y, en un amplio espacio, la sala de espera que nada tenía de tal, pues los pacientes parecían encantados de permanecer en ella el mayor tiempo posible, tanto se asemejaba a un salón mundano o literario según las inclinaciones de cada quien. Por los corredores circulaban, muchas veces, los gitanos de Teodoro, así llamados porque eran atendidos gratuitamente por él. El cardiólogo no olvidaba que el otro genocidio nazi fue el de los gitanos.

Hijos de un editor y librero, él mismo descendiente de padres judío-rusos y chinos, el mestizaje dio los excelentes resultados que prueban las personas de Fernando y sus dos hermanos. Hijos, pues, de inmigrantes, se consideraban ante todo mexicanos y lo fueron hasta la punta de los dedos.

Los tres Césarman fueron grandes coleccionistas de la pintura mexicana. En las paredes del consultorio como en las de sus respectivas casas, podían admirarse lo mismo un Orozco, un Clausell, un Rivera o un Kahlo que algunas telas de Coronel, Toledo, Cuevas o Soriano. Coleccionistas, pero también mecenas de artistas y escritores. Mecenas secretos, sin ostentación, sabían descubrir los talentos.

Con Fernando me unió una amistad hecha de afinidades y de colaboración en diversos libros, como El ojo de Buñuel. Lo conocí un anochecer de 1972 en su consultorio. Me dio una terapia de apoyo, que pronto se convirtió en plática amistosa sobre ecología y literatura, antes de volverse labor conjunta. Fernando poseía esa virtud: la capacidad de hacer fructificar una relación encaminándola a una obra. Comenzamos en México y seguimos, durante años, entre París y México a través de una correspondencia casi diaria que debe haber alcanzado los tres metros. No siendo gran coleccionista y más bien, como decía José Revueltas, algo abandónica, sólo guardo una cincuentena de cartas de Fernando.

Cuando su hija y amiga mía, Ethel, me avisó su muerte, no pude dejar de repetir la frase de Paz a propósito del fallecimiento de Alfonso Reyes: No por esperada, la muerte es menos inesperada. Fernando murió el jueves 31 de agosto a los 91. Dio consulta todavía la víspera.