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El misterio del sonido Chet Baker
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Periódico La Jornada
Sábado 9 de septiembre de 2017, p. a16

En los estantes de novedades discográficas esplende un documento muy revelador: the hidden world of chet baker (Jazz Classics) en tres volúmenes, sonido estéreo y muchos misterios revelados, verdades pronunciadas, signos percibidos, mensajes comprendidos.

La serie hidden world ha brindado varias oportunidades al Disquero de presentar creadores de manera diferente, pues se trata de una colección cuyas cualidades la distinguen del mero consumo, el high light, el listado de éxitos y demás superficialidades que caracterizan al mercado de consumo.

Por el contrario, hidden world hace honor a su nombre y nos muestra territorios desconocidos, zonas ocultas (hidden), mundos reveladores, en la medida en que están puestos esos mundos en sonidos, y no en anécdotas.

De esa forma han desfilado en el Disquero figuras que muchos creían conocer y al analizarlos en esta serie de mundos ocultos nos percatamos de que esas figuras tienen mucho qué ofrecer más allá de lo manido.

Tales han sido los casos de Bob Dylan, Lou Reed, Billie Holiday y Nina Simone, entre otros, cuyos álbumes incluidos en la serie hidden world hemos reseñado aquí.

El caso de Chesney Henry Baker Jr., mejor conocido como Chet Baker (1929-1988) es por sí mismo dramático, en el sentido de dramatúrgico.

Seguiré una lección que me regaló mi querido maestro y amigo Ludwik Margules (1933-2006), que consiste en contar al revés una historia para concentrar la atención en el detalle. Tal procedimiento, aprendido a su vez de Bergman, permite narrar el pliegue, el intersticio, el guiño, para llegar al mundo oculto (hidden world) del personaje.

Chet Baker fue encontrado muerto en una calle nublada de Ámsterdam el 13 de mayo de 1988.

Por la posición del cuerpo, las lastimaduras evidentes en el alma y los rastros de cocaína en la sangre, los jueces determinaron muerte accidental: cayó desde las alturas de un edificio, lo cual libraba las opciones de suicidio y homicidio, no así el impacto retrospectivo en su sonido: la trompeta de Chet Baker siempre sonó a brillo gélido, aullido en medio del bosque de un animalito enamorado, el eco lejano pero evidente del amor no correspondido. El sonido del sentimiento lastimado.

Muchos quieren llamar cool jazz al sonido de Chet Baker.

Para nada.

De manera cronológica, Chet Baker queda atrapado en esa franja, por igual que en la corriente identificada como West Coast Jazz por accidente de la geografía.

Cool jazz, a lo mucho, es Miles Davis, pero tampoco, porque descartaríamos las caras más interesantes de Miles, por igual que resulta eclipsada la producción vastísima de Baker cuando lo limitan al cool jazz.

Si lo vemos dramáticamente, Chet Baker fue un bueno para nada en todo, un poca cosa. Pero eso corresponde al punto de vista y falta de valoración que causan el esnobismo, la glotonería de consumo, la ambición del mundo de lo obvio. En el mundo escondido de la dramaturgia, Chet Baker es un gigante incomprendido.

El sonido Chet Baker es profundo, misterioso, decidor en sí mismo más allá de las palabras.

En el mundo del instrumento trompeta de jazz, dominado por los polos llamados Louis Armstrong y Miles Davis, con todo lo que eso significa, Chet Baker es el gran solitario.

Hay un trompetista que se le emparenta en dramaturgia de sonido: el polaco Tomasz Stanko.

De manera paradójica (todo en la vida de Baker fue paradoja), encontrar ese sonido Baker no es fácil, pues está escondido (es un hidden world, como lo indica el título del disco triple que hoy recomienda el Disquero) en los distintos formatos instrumentales que practicó, los distintos senderos que transitó y las muchas maneras que encontraba para responder con dignidad a un mundo que en realidad lo rechazaba, lo desdeñaba, lo utilizaba.

El maestro Ted Gioia da en el blanco: “Había varias limitaciones en Baker como músico –su registro era limitado, su capacidad para leer partituras era deficiente, su técnica poco tenía de especial, su interés en la composición era casi nulo–, pero como solista se encuentra merecidamente entre los más destacados de su generación. Su instinto para la improvisación melódica era sólido y seguro, y sus líneas improvisadas alcanzaban un patetismo conmovedor. Su aspecto de estrella de cine acentuó aún más su atractivo, y con el tiempo pudo desafiar a (Gerry) Mulligan como estrella de jazz destacada”.

El historiador David Gelly lo describe sin percatarse de la cruel ironía: era James Dean, Frank Sinatra y Bix Beiderbecke, en una sola persona.

El mundo lo rechazaba en esa variante del diminutivo que significaba decirle el James Dean del jazz porque era guapo. El Frank Sinatra de la síncopa porque además de tocar la trompeta (y el flugelhorn, y el sax) también cantaba. Y el nuevo Bix Beiderbecke porque su éxito hacía recordar a muchos la figura de Bix, el primer blanco en destacar en el mundo de la trompeta de jazz y al mismo tiempo ser un gran admirador y seguidor de la estilística exquisita de Claude Debussy.

Es más, el mismísimo Miles Davis expresaba su rechazo a Chet Baker así: es exitoso nada más porque es guapo y de raza blanca.

En la historia de la cultura jazz hay un caso que se le parece: Bill Evans, ese otro gran poeta de la melancolía, con su rostro bello y taciturno, con la diferencia de que el pianista Bill Evans se detuvo al borde del precipicio y no se estrelló contra el suelo, como sí sucedió con Chet Baker.

Por cierto, las grabaciones que realizaron juntos, contienen esa mezcla rara y convulsionada, serena y decantada del sonido Chet Baker y del sonido Bill Evans, con todo su misterio.

El registro fotográfico del rostro de Chet Baker a lo largo de su vida equivale a tomos enteros de William Shakespeare.

Cedo la palabra a Ted Gioia: el aspecto juvenil de Baker fue sustituido por un sombrío rostro de campesino, ojeroso y arrugado, convertido en anciano prematuro (algo similar al retrato que hizo Julio Cortázar de Charlie Parker, muy amigo de Chet Baker por cierto, en su relato El perseguidor).

Sin embargo, completa Gioia, el trompetista persistió en todo momento y en sus últimos años tocó mejor que nunca, grabando aún prolíficamente. Y, aunque resulte extraño decirlo, la música de esos últimos días recogía una dulzura y un orden arquitectónico en sorprendente contradicción con la vida totalmente desordenada de Baker.

He aquí, en tres discos, el misterio del sonido Chet Baker. Toca a él tocar la trompeta. Toca a cada quien entenderlo, disfrutarlo, aceptarlo o rechazarlo.

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