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En medio del dolor y el luto, reaparecen manos dispuestas a apoyar a damnificados

La genuina solidaridad, empañada por excesos mediáticos y de redes sociales

Voluntarios ordenan y resguardan objetos perdidos; saben que muchos ya no tienen dueño que los reclame

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En San Gregorio Atlapulco, Xochimilco, brigadas apoyaron a personas afectadas por el sismoFoto Carlos Ramos Mamahua
 
Periódico La Jornada
Jueves 21 de septiembre de 2017, p. 13

No hay nada bueno en el efecto dominó de las tragedias mexicanas. O sí, porque en medio del dolor y el luto, han reaparecido las manos dispuestas a levantar escombros, brindar un poco de agua o servir un plato de arroz.

Las redes sociales, un sueño futurista en 1985, juegan su papel de multiplicadoras de la solidaridad. Y a veces se exceden.

Enfocados los reflectores en colonias emblemáticas, como la Condesa y la Roma, además de la escuela Enrique Rébsamen, la solidaridad mediática olvida la tragedia extendida por toda la ciudad y estados vecinos.

Es entonces que las redes machacan: nos hemos olvidado de Xochimilco. Miles de voluntarios agarran camino rumbo a San Gregorio Atlapulco, aunque la mayoría no consigue llegar.

Acostumbrados a tener muchos visitantes los fines de semana, los xochimilcas se sorprenden con los miles que llegan este día, a 24 horas del segundo sismo que grabó una fecha ya grabada con sangre. No, nunca habíamos visto llegar tanta gente, dice una pareja que tiene un pequeño negocio en el centro de Xochimilco y que se ofrece para llevar a los voluntarios fuera del caos vehicular que ha llegado con la solidaridad.

Poco antes, tres mujeres abren la cajuela de un auto compacto y comienzan el reparto de comida caliente. Su idea era alimentar a los rescatistas en San Gregorio, pero se atoraron aquí, frente al deportivo en cuyas esquinas se abren centros de acopio.

De regreso

Llegamos hasta arriba, pero está saturado, y además hay una fuga de gas y está peligroso, dice una pareja de ciclistas que se van como vinieron, con la ayuda a sus espaldas. Nos dijeron que mejor llevemos las cosas a la UNAM.

Ellos y muchos otros que vuelven sobre sus pasos tratan de convencer a los que avanzan en sentido contrario. Ya no se puede llegar, les dicen. Pero los voluntarios siguen su camino. Vienen de todas partes, según indican las leyendas que han pintado en sus vehículos cargados de botellas de agua, latas de comida, medicamentos, cobijas y lámparas. Algunos, los menos, llevan picos y palas.

Hasta el mediodía, los voluntarios pudieron llegar a San Gregorio. Pero el camino, que de por sí se tapona cuando cualquiera de los pueblos a su vera tiene fiesta, es insuficiente. Las vías principales que conducen al centro de Xochimilco son un estacionamiento.

El martes 19 de septiembre por la mañana, un buen número de tuiteros hacía bromas con la trágica fecha: la conmemoración, decían en resumen, es un asunto de viejitos, los únicos que recuerdan el día en que fueron héroes. Pasadita la una de la tarde, la historia dio un vuelco. Y ahora tenemos, por poner un ejemplo, a decenas de jóvenes haciendo fila en los paraderos de Taxqueña, a la espera de un microbús que los lleve a Xochimilco.

En el cruce de Zapata y Petén se vino abajo un edificio. Centenares de rescatistas y voluntarios rodean la maquinaria pesada. Cada tanto se apagan los motores y se hace un silencio casi total. Basta con que los rescatistas trepados en los escombros levanten los brazos, puños cerrados arriba, para que la orden se acate.

Abajo, cientos de hormiguitas acomodan botellas de agua, alimentos y medicinas. En los alrededores del edificio colapsado se han instalado cinco puntos para el acopio de las donaciones.

En una calle cercana, hombres y mujeres participan en una tarea que tiene mucho de ingrata: clasificar y resguardar las pocas pertenencias que resistieron el desastre. Hay ropa y libros, sobre todo. En una caja grande ponen las fotografías familiares que van encontrando. En otra, los juguetes de los tres niños que habitaban en el lugar. Una muchacha casi suelta las lágrimas cuando cuenta que encontró restos de una hermosa colección de discos de vinilo y unas cartas de amor escritas en inglés.

Fue una noche larga para los voluntarios. Llegó mucha gente y, la verdad, algunos nada más andaban husmeando entre las pertenencias de los que vivían en ese edificio.

En plena madrugada pusieron orden. Un vecino prestó un espacio para que fueran colocando las pertenencias. Una familia que, para su fortuna, se encontraba de vacaciones, pidió ayuda en su búsqueda, que se centraba en dos cosas: los títulos de los dos profesionistas que encabezan la familia y una lata de galletas en la que guardaban los ahorros familiares. No la hallaron.

En las pilas de objetos quedó también un montón de camisas con ganchos y cubiertas plásticas. Eran de la tintorería que estuvo en los bajos del edificio. El encargado de ese negocio fue el primer fallecido que identificaron los vecinos.

La memoria del 85 y otros episodios luminosos de una ciudad solidaria son incontables. Son cadenas que en un tris resuelven la carga de un camión, carritos de súper cargados de escombros, manos amorosas que atesoran, ordenan y protegen pertenencias ajenas. Es una suerte de homenaje a los que no vivieron para contarlo y también a los que aprendieron de la tragedia de hace 32 años y hoy enseñan a los recién llegados. En pocas palabras, es cierto lo que escribió José Carlos Becerra: Los hombres muertos caminan esparcidos en los hombres vivos.