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La muñeca tetona y espiritista
E

ntre ella y Carlos Salinas de Gortari está sentado Gabriel García Márquez.

Su escote deja ver la moda cuyo magno estreno tuvo lugar en el festival de Avándaro, a principios de los setenta: la de las mexicanas sin sostén. Sus senos son evidentemente pronunciados y de material sintético –explícito–, rasgo que también la sintoniza con la moda femenina de nuestros días.

Se trata del documental titulado La muñeca tetona, dirigido por Diego Enrique Osorno y Alexandro Aldrete, y su tema es el de la relación de los intelectuales con el poder.

En la fotografía, que fue tomada por Pedro Valtierra y de la que parte el documental, aparece Carlos Salinas de Gortari rodeado de Elena Poniatowska, Gabriel García Márquez, Carlos Monsiváis, Margo Su, Héctor Aguilar Camín, León García Soler, Benjamín Wong Castañeda e Iván Restrepo. A excepción de Margo Su, productora y artista del teatro popular, todos eran periodistas y escritores. Era el grupo –o una parte de él– creado por el periodista Manuel Buendía con el nombre de El Ateneo de Angangueo. Lugar: la casa de Iván Restrepo.

El documental de Osorno y Aldrete, ambos pertenecientes a una generación de cineastas regiomontanos que se abre paso en la cinematografía nacional bajo el sello de Bengala, aparece casi simultáneo a la edición del libro El intelectual mexicano. Una especie en extinción de Luciano Concheiro y Ana Sofía Rodríguez; en sus páginas son entrevistados algunos de los personajes de La muñeca. Es una coincidencia sobre la que vale la pena pensar. ¿Los intelectuales han tenido o tienen algún peso en los hombres del poder a los que se acercan o más bien es al revés? Desde el porfiriato, como comenta Pavel Granados en La muñeca, y los gobiernos de la posrevolución, los líderes políticos de México han encontrado en los intelectuales una vía de legitimación. En el documental, Denise Dresser –la más crítica en su análisis, junto con Fabrizio Mejía– interpreta esa vía como una clientela en la que ella asume haber tenido un semirresbalón durante el sexenio de Salinas, que –dice– es de una inteligencia privilegiada pero perversa.

En su comentario final a la foto de El Ateneo de Angangueo con el secretario de Programación y Presupuesto, que un mes después sería destapado como candidato del PRI a la Presidencia de la República, Salinas, refiriéndose al pornojuguete, dice que fue un detalle picaresco y testigo mudo de la reunión. Luego de 30 años, La muñeca se tornó espiritista e hizo hablar a tres de los asistentes (Elena Poniatowska, Carlos Salinas e Iván Restrepo) y callar, negándose a la entrevista para el documental, a otros de los que quedan vivos.

Aquellos que se reunieron con Salinas eran, en lo fundamental, contemporáneos del movimiento de 1968. Y la visita del precandidato tuvo lugar tres años después del asesinato de Manuel Buendía, el fundador de El Ateneo. Es para preguntarse, ¿tenía sentido ese tipo de reuniones con funcionarios y el propio Presidente de un régimen manchado de sangre? ¿Se esperaba que fuese lavada por la próxima sucesión presidencial?

¿En qué consistía la conducta del intelectual y su necesaria “distancia del Príncipe”, máxima de Octavio Paz que él mismo sería el primero en quebrantar pensando que las puertas de Televisa eran diferentes de las del Estado? ¿La generación de intelectuales que le siguió no entendía de qué se trataba? Relevo de esto último a quienes supieron mantener esa distancia en diferentes grados. Elena, por ejemplo, llegó a colgarle a Salinas el teléfono cuando éste quiso acercarla a su ámbito.

En La muñeca se presenta un cheque –ya hecho público– y un documento donde el beneficiario, que aparece en la foto, resulta el más comprometido. No por lo que pudo involucrar la transacción de un servicio, sino por la amistad que se atraviesa, a título de solidaridad, para que el pago se cubra antes de concluido el trabajo comprometido. Y aún esto pudiera tener justificación conociendo los detalles del asunto. Lo que no se puede justificar en Héctor Aguilar Camín, y en intelectuales semejantes, es el encomio de un gobernante con el argumento de creer en su proyecto modernizador. Porque conocer para un intelectual es atenerse a la maldición implícita de tomar conciencia de aquello que conoce y a la obligación de publicarlo.

¿Qué modernizaba Salinas de Gortari? ¿Acaso el desmesurado régimen presidencial con toda la carga de irresponsabilidad (constitucional, sí; pero políticamente inaceptable), despotismo (¿la escenificación tramposa mediante la cual Salinas encarcela a Joaquín Hernández Galicia era muestra de la calidad moral de quien se estrenaba como un Presidente que modernizaba las brutalidades de antaño?), corrupción (la consolidación del capitalismo de cuates traducido en privatizaciones que hoy, como comenta Denise Dresser, son un gran lastre para el país) e impunidad (no sabemos aún quién fue el autor intelectual del homicidio de Colosio, para no ir más lejos). ¿Modernizaba la sumisión del llamado Poder Legislativo?, ¿el verticalismo en las estructuras políticas y civiles de la sociedad mexicana?, ¿la democratización de partidos y elecciones? No. Salinas de Gortari fue un Persidente retrógrada. Su fierro lo vemos hoy en el mismo aparato que lo encumbró.

Quizá la extinción del intelectual –según el título de Concheiro y Rodríguez–, tal como lo conocemos en México hasta ahora, sea una tendencia irreversible. La muñeca tetona afirma, mediante Fabrizio Mejía, que el intelectual ha sido sustituido por el opinante.