Opinión
Ver día anteriorDomingo 1º de octubre de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sin cauce ni rumbo
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umbo a otra de esas nefastas horas señaladas, el país se debate entre el humillante bochorno al que lo han sometido las dirigencias partidistas y el que ya está anunciado y tendrá eje la estimación del costo de los daños y de una reconstrucción borrosa, todavía indefinida en sus perfiles fundamentales y de plano indescriptible a medida que uno se mueve a las profundas realidades del sur y el sureste. De algo deberíamos estar seguros ya: que de este cruce de caminos bajo la niebla de la incertidumbre y el temor, no saldremos ilesos ni política ni socialmente, a pesar del inmenso inventario de solidaridad que el magno sismo sacó de nuevo a la superficie.

Poco podremos avanzar en el trazo de un curso adecuado para nuestro desarrollo si equivocamos el principio del debate. Si ponemos la carreta por delante del caballo y nos desgañitamos en una simulación sobre las finanzas y los espacios que podemos encontrar en el presupuesto en curso o en el apenas presentado por el gobierno para 2018. No es esa la discusión que requerimos, como no es aquella que se ha querido centrar en el financiamiento público de la política y que sin siquiera desplegarse nos ha llevado a alturas de confusión inauditas y del todo contrarias a la meditación que nos reclaman los sismos, nuestra vulnerabilidad fehaciente y, a la vez, en inmenso aporte de la juventud a la movilización social con fines solidarios y justicieros de estos tristes días.

Las honduras y alturas del Sur, así, con mayúsculas, obligan a pensar y pensarnos como lo que realmente somos: una nación siempre al punto de dar el salto para luego posponer el lanzamiento. Y ahora, una nación con un Estado corroído en algunos de sus cimientos primordiales; un Estado interrumpido como aquella revolución de la que hablara Adolfo Gilly.

Y así, un país inconcluso y cruzado por unas modernizaciones incapaces de traducirse en un desarrollo efectivo, por contener un proyecto social reivindicador de derechos fundamentales que inspiran una vigorosa voluntad política. De eso y más nos olvidamos en estos años de apertura y globalización vertiginosas y las élites convirtieron tal olvido en un persistente soslayo estratégico, en espera de un godot que nunca llegó.

No porque se retrasase sino porque no podía llegar, porque su magia, la del mercado, era y es una grosera superchería. Si por sortear las tormentas y estridencias de la tierra y las que son propias de una globalización sin curso ni compás, está por verse. Para eso debe servir el momento de la sucesión presidencial que viene porque como en el resto del mundo nuestro futuro está y seguirá ligado a lo que hagamos con nuestra inserción global, a sabiendas de que el contorno de tal globalidad no está hecho.

Al mismo tiempo, cada vez es más claro que el cuerpo político construido al calor de la transición a la democracia y de la crisis larga del viejo régimen no está a la altura de ese reto emanado de un entorno convulso y turbulento. Y no lo está porque no ha cumplido con una de las condiciones primordiales para ser Estado y desde ahí poder vincularse activa y productivamente con ese mundo bravo y mutante. Esta condición es la de ser una entidad y un conjunto institucional capaz de incluir y poner en concierto las más disímiles voluntades y perspectivas. Es decir, ser un Estado sustentado en un sistema político representativo por incluyente y por su voluntad de compensar, proteger y redistribuir en favor de los más débiles y vulnerables. Y de todo esto ese cuerpo político renovado y que muchos queríamos fuese renovador se olvidó, o de plano lo mistificó hasta el absurdo, al imponerle a la sociedad sus creencias pueriles en la taumaturgia del mercado y la competencia, así como en la maldad intrínseca del Estado y de toda voluntad de poder centrada en el verbo y la política.

Y aquí estamos, en la feria de pedestres vanidades, a la espera de que los partidos se disuelvan y del subsuelo emerja otra caterva de salvadores providenciales.

Triste México, porque triste es su democracia y más que encogido se ha vuelto su Estado. Todo esto, el país y sus modos de representarse y forjar voluntades existe; lo que estos infaustos días nos han mostrado es su debilidad y la lamentable disposición de sus políticos para competir por la peor de las posturas.

Sin cauce no puede haber curso; mucho menos una reconstrucción que, como aconseja la ONU, sea a la vez una transformación.