Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Destrozos

A

quienes siempre hemos vivido en esta calle nos consta que durante los terremotos del 85, la construcción frente a la iglesia de Santa N sufrió algunos daños graves. Después la afectaron todavía más el descuido y el abandono en que la tuvieron sus dueños desde el 85. Si a la falta de mantenimiento le agregamos las consecuencias de los sismos recientes, es lógico que el edificio vaya a ser demolido. Aconsejaron la medida los peritos que en los últimos días han estado recorriendo nuestra vieja colonia. Sentimos mucho que sea necesario destruir el inmueble. Cuando desaparezca sólo quedará una leyenda.

II

El edificio Mar-Del siempre ha estado dividido en cuatro departamentos medianos. Los del frente, A y B tienen la ventaja de contar con ventanas a la calle. Desde allí, los sucesivos inquilinos disfrutaron la magnífica vista a la iglesia de Santa N.

Durante más de cuarenta años ocupó la vivienda A doña Lucía. Además de apreciarla, la admirábamos por su espíritu servicial, su destreza para bordar sin lentes –¡a sus años!– y la dignidad con que llevaba su vida modesta. En su ausencia nos referíamos a ella como la señora del perico feo, porque el loro que la acompañaba tenía un ojo velado, plumaje escaso y el pico negro.

Doña Lucía se convirtió en su dueña de la manera más inesperada: un domingo, al volver de entregar un par de manteles a las madres oblatas, encontró a sus vecinos tratando de ahuyentar a escobazos a un loro intruso que los retaba, desde lo alto de una viga, a punta de incoherencias y cagarrutas.

Cuando al perico le dio la gana bajar, Santos, el inquilino de la B, le arrojó su chamarra para impedir que huyera mientras él y sus vecinos decidían si era mejor regalarlo a una veterinaria, presentarlo en la oficina delegacional adonde llevaban a los borrachos meones o simplemente abandonarlo por ahí.

Doña Lucía, condolida por el animal, decidió adoptarlo. Con paciencia y a costa de sufrir varios picotazos, logró atraparlo y meterlo en su departamento. Pensaba dejarlo ir y venir libremente por las habitaciones, pero cuando vio el gusto del perico por asomarse a la calle fue a Mixcalco, le compró una jaula y se la colgó en la ventana: de ese modo no corría peligro de caerse o de escapar. Más tranquila, pensó en llamar ¡Leocadio! a su verde inquilino.

Pronto se nos hizo común ver al loro dormitando en su jaula mientras doña Lucía, sin abandonar su bordado, procuraba enseñarle un nuevo vocabulario que lo hicieran olvidarse de los términos groseros a los que, según ella, se debía que tuviera el pico negro.

III

La tarde del l8 de septiembre de l985, al pasar frente a la ventana de doña Lucía, mi hermana y yo nos acercamos a saludarla. En cuanto nos vio dijo que estaba muy preocupada porque Leocadio llevaba un día sin comer y horas picoteando la puerta de su jaula, como si quisiera huir. Ese comportamiento y las mariposas que había visto salir de los sótanos de Santa N. podían ser indicios de que algo malo iba a pasar. Nos pidió que se lo dijéramos a nuestros conocidos; ella se encargaría de hacerlo con sus vecinos en cuanto regresaran de sus ocupaciones. Lo hizo –según nos contó semanas más tarde–, pero nadie tomó en cuenta su corazonada.

Al día siguiente, poco después de las siete de la mañana, los únicos ocupantes del edificio Mar-Del eran Leocadio y su dueña. Al sentir el primer sacudimiento, ella salió al pasillo a ver qué sucedía, en el momento en que se desplomaba el techo. Sufrió un desvanecimiento y golpes.

Se salvó de morir allí gracias a que Leocadio, con graznidos y saltos, logró llamar la atención de Joaquín, el barrendero. Éste, con ayuda ajena, logró sacar a doña Lucía. Sin importarle recibir atención médica, corrió a su vivienda en busca de ­Leocadio.

IV

Mar-Del quedó en malas condiciones, pero sus dueños se negaron a repararlo. El temor y la inseguridad llevaron a los inquilinos a abandonar el edificio. Llegó el momento en que sus únicos residentes eran Leocadio y doña Lucía. En noviembre, dos empleados de la delegación fueron a decirle que tendría que buscar otro alojamiento. Pese a las advertencias del peligro que corría, ella se negó al cambio. Estaba segura de que no encontraría un lugar dónde vivir con Leocadio: imposible abandonarlo después de que él había contribuido a su rescate.

Una mañana de diciembre, el perico apareció muerto en su jaula. Doña Lucía fue a enterrarlo en el jardín cercano, aceptó que la llevaran a un albergue y después al asilo, donde poco tiempo después murió.

V

A pesar de que han pasado muchos años de su muerte, doña Lucía y su perico aún son recordados. Desde hace algunos días protagonizan una leyenda entre las muchas que ya corren por aquí: algunas personas aseguran que, la noche del l8 de septiembre, Leocadio y doña Lucía aparecieron en la ventana de su antigua vivienda para advertirnos del peligro.