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Una nueva generación puede surgir de un país, pero el tiempo vital del individuo termina, dice

En entrevista, Ishiguro critica la limitada capacidad humana para cambiar

En su libro Nunca me abandones utilizó eufemismos para retratar el viaje de la adolescencia a la adultez; ahora los podemos emplear para hablar de las enfermedades y la vejez, explica

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Kazuo Ishiguro, en Londres, con su libro Never Let Me Go (Nunca me abandones), una de las cinco obras finalistas del premio Booker, el 10 de octubre de 2005, día en que se anunció a John Banville como ganadorFoto Afp
Periódico La Jornada
Viernes 6 de octubre de 2017, p. 6

En 2006, a propósito de la aparición en castellano de la novela Nunca me abandones (Editorial Anagrama), La Jornada publicó en su suplemento dominical una amplia entrevista con el ahora premio Nobel de Literatura 2017, Kazuo Ishiguro, realizada en Barcelona por Carlos Alfieri. Presentamos a nuestros lectores los momentos más relevantes de esa charla:

–Su novela Los restos del día fue considerada por muchos como perfecta. Todo indica que Nunca me abandones la sigue en ese camino de perfección. ¿Son sus dos libros que más lo satisfacen?

–No necesariamente. Además, encuentro muy sospechoso esto de la perfección. A mí me gustan los libros que se abren a algún peligro, que se abren a los demás. Pero de todos modos estoy muy contento de recibir esos cumplidos… aunque también me intimida que me digan que he escrito un libro perfecto, porque después de eso no querré saber lo que seguirá… Es como para no escribir más. El libro considerado menos perfecto de los míos, Los inconsolables, fue sin embargo muy importante para mí, porque me abrió nuevos campos como escritor.

–Desde su primera novela, Pálida luz en las colinas, su escritura suele presentar una superficie tersa, diáfana, debajo de la cual laten los horrores más atroces. ¿Cree que la tensión entre formas narrativas que podríamos caracterizar como apacibles, distantes, y el desasosiego abismal de lo que narran es uno de los logros centrales de la literatura del siglo XX, en el que Kafka fue su genio indiscutible?

–No creo que se pueda generalizar y atribuirle a esta forma de narrar el carácter de rasgo central de la literatura contemporánea. Pienso, por ejemplo, en dos escritores de mi generación, Salman Rushdie y Martin Amis, que no practican para nada este procedimiento literario. Tal vez sea una cuestión de temperamento. Creo que esa característica se puede encontrar en todas las épocas y en todas las generaciones, y no sólo en la literatura sino en todas las artes: en el jazz, pongamos por caso, en Charlie Parker y Miles Davis.

–¿Se puede decir que la impotencia, la imposibilidad de asumir una vida distinta, que tan bien ejemplifica el mayordomo Stevens de Los restos del día, es la preocupación fundamental de su literatura?

–Creo que la gente sólo puede cambiar su vida un poquito. En Stevens se ve a alguien que de una forma muy dolorosa intenta empezar a cambiar su visión del mundo e incluso la de su propia vida. Pero la parte triste es que él, como todos los hombres, comprueba que es muy limitada la parte que puede cambiar. Algo que siempre me ha llamado la atención es el contraste que existe entre la experiencia de un país y la de una persona. Un país puede aprender de sus muchos errores, y así puede surgir una generación nueva que los corrija, pero el tiempo vital de una persona es tan restringido que no le permite esa posibilidad de cambio. En mis primeros libros trataba de retratar personajes que vivían en un mundo que cambiaba muchísimo, entre la primera y la segunda guerra mundial, y al final ellos asumían que esos cambios eran positivos para la comunidad, pero que para ellos ya no representaban nada.

–En Nunca me abandones, los chicos del internado de Hailsham son especiales, deberán realizar unas enigmáticas donaciones y después completar algo que no se sabe bien qué es. Un cuidadísimo repertorio de eufemismos designa su realidad. No cuesta nada establecer el paralelismo con nuestra época, plena de eufemismos como flexibilización laboral o guerras humanitarias. ¿Ya vivimos todos en Hailsham?

–Bueno, al escribir esta novela yo pensaba esencialmente en los eufemismos que rodean al envejecimiento y la muerte. Todos empleamos una gran cantidad de eufemismos para maquillar y alejar de nosotros la idea de la muerte. En realidad, lo que intenté explicar es el viaje que hacemos desde la adolescencia a la edad madura. Naturalmente, en este caso se trata de un viaje muy extraño, porque para estos niños el recorrido se limita a los treinta años de edad. Pero igual, de alguna manera, quería retratar los estadios que atravesamos desde la adolescencia hasta la edad adulta. Así que utilicé los eufemismos que podemos emplear nosotros para hablar de las enfermedades o la vejez.

—En cierto modo, Nunca me abandones se disfraza de novela de ciencia ficción, y de internados ingleses, y de terror, así como Cuando fuimos huérfanos lo hacía de novela de detectives. ¿Le encanta jugar con los géneros para dinamitarlos y expandirlos?

—En los casos concretos de Los restos del día y Cuando fuimos huérfanos era muy consciente de los géneros que evocaban; por ejemplo, en el personaje del mayordomo Stevens recordaba la imagen del mayordomo en las novelas de P. G. Wodehouse a modo de trampa, quería engañar con esa imagen, y en Cuando fuimos huérfanos es evidente que jugaba con las novelas de detectives. Pero confieso que en Nunca me abandones no, entre otras cosas porque la ciencia ficción no es un género que me atraiga demasiado, y tampoco esperaba que mis lectores estuvieran familiarizados con él. En cambio, cuando escribí Los restos del día era consciente de que todos mis lectores sabían lo que era una novela con un mayordomo, y con Cuando fuimos huérfanos obviamente sabía que todo el mundo conocía perfectamente lo que era una novela de detectives. Pero en Nunca me abandones me sentí como forzado a utilizar la ciencia ficción, porque era la única manera de poder narrar la historia que yo quería desarrollar. En el primer intento que hice de escribir la novela, los chicos no eran clones. Yo tenía la idea del libro en la cabeza hacía más de quince años, y entonces me sentía muy presionado por el tema de las armas nucleares, pero sentía que así la historia no funcionaba. Cuando vi clarísimo que los chicos tenían que ser clones es cuando se me abrió la dimensión verdaderamente trágica de la historia: una generación de seres humanos sin padres, sin familia, sólo creados para servir a otras personas, y cuyas vidas serían muy cortas, no por el peligro de una catástrofe nuclear sino porque así estaban programadas desde un principio. Así es como entré en el territorio de los clones y de la biotecnología. Es como si hubiera llegado a un país por accidente –el país de la ciencia ficción– sin conocer las costumbres y las leyes de ese país.

–¿Mantiene viva la lengua japonesa? ¿Lee literatura de su país? Si es así, ¿qué escritores de ese ámbito le interesan especialmente?

–Nunca he podido leer en japonés, pero sí en cambio he visto muchas películas japonesas –particularmente de la década de 1950: Ozu, mi preferido, Kurosawa…–, que es para mí una manera de acceder directamente a la cultura de mi país de origen. ¿Conoce el cine de Takeshi Kitano?

–Sí, claro.

–Me interesan mucho las películas de Kitano. En cuanto a escritores, me atrae Murakami. Pero en conjunto, no me motiva demasiado lo que está pasando en Japón: me parece demasiado violento y extraño.

–A pesar de que no lee japonés, ¿cree que le ha influido en algo la cultura nipona?

–Sin duda, tengo una notoria influencia de la cultura japonesa –en especial del cine– en mis primeros trabajos. Y los recuerdos de mi niñez en Japón influyeron en mis primeros textos.

–¿Qué autores le proporcionaron las experiencias más intensas de lectura y a qué edad?

–Mi primer fervor literario transcurrió de los nueve a los doce años, en que leí todas las novelas de Sherlock Holmes. Le diré más: incluso ahora, cuando releo lo que he escrito, detecto algunos rastros de los libros del famoso detective de Conan Doyle. Después, a los diecinueve o veinte años, me apasioné con Dostoievski. Tal vez es difícil encontrar la influencia de Dostoievski en mis novelas, pero de joven me poseyó por completo. En mi primera época de escritor el autor que más gravitó sobre mí fue Marcel Proust. Cuando escribía mi primer libro lo hacía casi como un guión de cine, con muchísimo diálogo (porque en esa época también escribía guiones de cine), pero entonces leí a Proust y decidí que mi camino literario tenía que ir por otro lado. Esa manera de escribir a partir de un narrador que apela a sus recuerdos, a lo que tiene guardado en su memoria, y que va involucrando a otras personas, es una influencia muy clara de Proust. Una vez dicho esto, debo confesar que no me gusta especialmente Proust. Por momentos lo encuentro muy esnob y muy aburrido (risas).