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Caminos de sanación
L

os desafíos que impone la catástrofe se complican y multiplican todos los días.

Muchas personas de las zonas afectadas no logran conciliar el sueño. Sus casas resistieron, pero tras 4 mil réplicas siguen temblando y no pueden recuperar la calma. Para muchas personas, parte de la inquietud viene de la abrumadora experiencia de corrupción, incompetencia, irresponsabilidad y oportunismo de autoridades y políticos. Confiaban en ellos y no logran concebir la vida cotidiana sin su intervención. No saben bien qué hacer con esta nueva conciencia, que les lleva a desconfiar de todas las clases políticas.

Hay epidemia de gripa en el Istmo. ¡Y cómo no! En sobresalto permanente, viviendo a la intemperie, bajo la lluvia, con vientos que se llevan las lonas… La región tiene amplia experiencia en la resistencia y ha estado en lucha constante con autoridades y corporaciones. Pero la emergencia y la reconstrucción traen muchas novedades.

En el gobierno cunde la obsesión por regresar a la normalidad, que en estas circunstancias significa simplemente retomar tanto control como puedan y detener la movilización autónoma de la gente, que para los funcionarios parece insurrección. El afán de regresar a clases, aunque sea en aulas provisionales y malas condiciones, tiene ese sentido. Lo que hicieron marinos y policías durante la emergencia, paralizando rescates, lo hacen ahora diversos burócratas mediante la manipulación de los apoyos.

En marzo de 1986, en la introducción a Aún tiembla, Adolfo Aguilar Zinser, Cesáreo Morales y Rodolfo Peña anotaron con precisión: “La normalidad que se invocó con tanta vehemencia como si pudiera establecerse con sólo decretarla no ha vuelto ni volverá (…) Los terremotos nos legaron la conciencia de una magna anormalidad, que no va a modificarse sólo porque se le dé la espalda ni porque se oficialice punto por punto la historia de la tragedia septembrina. Otro legado importante tiene que ver con la búsqueda de nuevas normas, de una normalidad distinta”. Millones de personas están hoy comprometidas con forjar normas que reflejen las capacidades de autonomía y autogobierno, de auténtica democracia. Sanar, para ellas, consiste en tomar la vida en las propias manos y reconstruir la sociedad desde abajo.

Todo género de buitres sobrevuela las zonas afectadas. Se multiplican planes y cuentas alegres. Las constructoras amigas negocian los moches de rigor y se organiza un tráfico obsceno de damnificados para fines electorales. Debe tomarse en cuenta, sin embargo, que los buitres se alimentan de carroña y éstos no la encuentran aquí, donde hay una sociedad viva y alerta, que les ofrece resistencia lúcida y organizada.

La prisa irresponsable por demoler, que se observó desde la emergencia y puso en peligro algunos rescates, se aplica ahora a construcciones que pueden reconstruirse. El afán de demoler no se debe solamente al deseo de asegurar el negocio de la reconstrucción. En muchos casos se busca desalojar a los damnificados para reorganizar la vida urbana en términos definidos por los desarrollistas, aprovechando el desastre para realizar planes que encontraban resistencia.

Proliferan iniciativas y experiencias que reflejan ya la sanación del tejido social que se está produciendo a ras de tierra. Se abrazan ahora vecinos que hace tiempo no se hablaban o se re-conocen desconocidos de siempre que de pronto se sienten con-ciudadanos: la ciudad se les había escapado de las manos y era espacio de opresión y enfrentamiento. Ahora lo fue de encuentro. Se sientan bases para sanar…

Por la forma en que está organizada la sociedad, existe la impresión de que sólo las instituciones pueden enfrentar catástrofes como las de ahora . No hay duda de que se requiere su intervención en diversos aspectos de lo ocurrido, pero no son aptas para la diversidad de efectos que produce un terremoto ni para la heterogeneidad y sorpresa de lo imprevisible, que exigen la imaginación, la iniciativa, la flexibilidad y la improvisación que mostró la gente, sobre todo jóvenes.

No todos reaccionaron así. Muchos miles respondieron agachando la cabeza. Quienes han perdido o desconocen sus propias aptitudes personales y colectivas para manejar la vida cotidiana o las emergencias, creen que las instituciones pueden hacerlo. Muchas y muchos se paralizaron y se pusieron a esperar. Otros se sometieron al acarreo servil, para celebrar promesas de funcionarios y políticos; miles permanecen con la mano tendida, dispuestos a comprometer cualquier cosa para recibir apoyos.

Surge así una división entre nosotros que puede ahondarse y llega a las comunidades. Se enfrentan actitudes de autonomía y resistencia con las de subordinación y dependencia. Unos descalifican con hostilidad a quienes parecen domesticados y adoptan comportamientos que se antojan indignos; y éstos impugnan a quienes resisten las imposiciones del gobierno y las empresas y condicionan todo apoyo al respeto, la libertad, la dignidad y la autonomía. Cuando hace inmensa falta entrelazarnos, para lidiar juntos con las inmensas dificultades que tenemos ante nosotros, caemos en toda suerte de enfrentamientos y mutuas descalificaciones.

No hay remedios fáciles ni recetas salvadoras. La catástrofe impone duelos y riesgos, pero es también oportunidad excepcional. Crea condiciones poco comunes de iniciativa autónoma, de organización social y de encuentros, re-encuentros. Ha llegado la hora.