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Una secuencia de peligros acosa a Brasil
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unca como ahora la clase política brasileña ha sido tan rechazada por la opinión pública. Siquiera en la dictadura del pasado, al menos se entendían las limitaciones impuestas a los políticos.

Sondeos recientes indican que hasta la policía –y eso que se trata de un cuerpo de violencia desmesurada y de corrupción epidémica– merece más crédito que los políticos. Y todo indica que el escenario empeorará: esta semana Michel Temer cosechará el resultado de la compra de votos en cantidad suficiente para librarse de otra consolidada denuncia de la Procuraduría General de la República por corrupción.

Hace pocos días el senador Aécio Neves, artífice del golpe institucional que el año pasado derrocó a la presidenta Dilma Rousseff y a sus 54 mil 500 millones de electores, fue absuelto por sus pares en el Senado, luego de que el Supremo Tribunal Federal se acobardara frente a la presión de los demás congresistas, desistiendo de cumplir con su propia decisión de alejarlo de su escaño.

A estas alturas, parece claro que Michel Temer seguirá ocupando, hasta 2018, el sillón que usurpó. Pero es poco más que un fantoche, desmoralizado y bajo control absoluto del Congreso comprado por él, que le asegura la sobrevivencia a cambio de imponer medidas que representan un dramático retroceso a las conquistas de las últimas décadas.

Mientras los escándalos se suceden y la impunidad de sus causantes es asegurada por la peor legislatura de las décadas recientes, se esparce en la opinión pública la imagen de que todos los políticos son iguales. En un país de escasa memoria y abundante ignorancia gracias a los grandes medios de comunicación, que, manipulando a diestra y a siniestra, no hacen más que idiotizar a buena parte de los brasileños, se abren fértiles campos para la siembra de farsantes.

Hay al menos dos ejemplos redondos de ese fenómeno: los actuales alcaldes de São Paulo y Río de Janeiro, ambos con proyectos políticos ambiciosos y amenazadores a lo poco que resta de lo que se hizo en los últimos 15 o 20 años, antes inclusive de las reformas drásticas impulsadas por Lula da Silva en sus dos mandatos presidenciales y mal que bien mantenidos por su frustrada sucesora, Dilma Rousseff.

João Doria, el alcalde de São Paulo, se presenta como gestor, el que trabaja, y no como político tradicional.

Con ambiciones por ahora restrictas al estado de Río de Janeiro, el alcalde de la ciudad, un autonombrado obispo de una de las múltiples sectas evangélicas electrónicas que predicen por redes de radio y televisión, Marcelo Crivella, se mantiene a prudente distancia de vuelos nacionales.

Doria es del mismo PSDB del ex presidente Fernando Henrique Cardoso y del senador Aécio Neves, derrotado por Dilma Rousseff en la carrera presidencial de 2014 y ahora blanco de una secuencia impresionante de denuncias de corrupción.

Dueño de fortuna personal alcanzada por reunir a los más poderosos empresarios del país en actos sin otra función que lograr presionar a parlamentarios para atender a sus demandas, difícilmente tendrá condiciones para disputar, en condiciones viables, la presidencia en octubre del año que viene. Pero su catequización defendiendo que un no político o lo nuevo llegue a la presidencia, bien como su rigurosa defensa de un neoliberalismo fundamentalista que prevé la reducción del Estado a una dimensión casi invisible, gana espacio en los grandes medios hegemónicos de comunicación junto a una opinión pública harta de tanto escándalo.

Hay otra figura que crece junto al electorado, y de manera más preocupante: Jair Bolsonaro, un capitán retirado del Ejército, que defiende abiertamente la dictadura que se impuso entre 1964 y 1985, glorificando la pena de muerte y la tortura cuando se haga necesaria.

En otra contradicción en un país generoso en contradicciones, el ex presidente Lula da Silva permanece, incólume, como favorito absoluto para suceder a Michel Temer.

Por un lado están los medios de comunicación y el empresariado tratando de defender la imagen del alcalde de São Paulo, más por falta de opción que por cualquier otro motivo. Por otro, un militar que defiende la imposición de absoluta mano dura para deshacer el caos actual. Y, en paralelo, la figura más perseguida tanto por los grandes medios como por una justicia absolutamente partidizada, Lula da Silva, que se mantiene en los sondeos con el doble de las intenciones de voto presentadas por sus rivales inmediatos.

Lo más grave es que ese escenario persiste –con la derecha buscando alguien viable y la extrema derecha abriéndose un espacio absolutamente inesperado– mientras Michel Temer y su bando destrozan el país, frente a la pasividad bovina tanto de la Corte Suprema como de la opinión pública, anestesiada por los medios, la Globo a la cabeza, que la idiotiza, un día sí y el otro también.

Todavía es muy temprano para prever qué pasará en las elecciones del año que viene. Pero el escenario es muy, muy feo.

Hubo tiempos en que era más fácil, pese a todos los problemas, vivir en este destrozado país que es el mío.