Política
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Desde Berlín
V

isité el Museo de Historia Alemana. ¡Qué horror! Sale uno sin saber si esto ha sido como ha sido porque los niños germanos se criaron por siglos con historias horribles, estilo Hans Christian Andersen, o si las historias con que educaron a sus niños son así porque así era la vida. Visto el museo, te va quedando claro que Hansel y Gretel es un relato realista: encerrados por una bruja que los engordaba para comérselos, no eran tan diferentes de los siervos de la gleba, o de los obreros reclutados para pelear en las fronteras de la Primera Guerra, o de los judíos del Tercer Reich, extorsionados para luego ser asesinados.

Cuando era niño me encantaban las armaduras, pero ya no me gustan tanto. Por eso, me salté la sección de historia medieval, rebozando de aquellos caballeros con su exoesqueleto metálico y sus mazos, escudos y tranchetes. Me bastó imaginar a esos guerreros recubiertos de acero, atemorizando campesinos y robando gallinas, incendiando campos... Y mejor me los salté. Pasé a la sección de la reforma protestante, que comienza con un maravilloso retrato de Lutero, por Lucas Cranach.

Una de las muchas cosas que aprendí, es que además de gran pintor y retratista, Cranach había sido un propagandista luterano furibundo. Me divertí viendo sus grabados anticatólicos –la seguridad de la distancia a veces nos permite sonreír ante cosas horribles–: El nacimiento del Papa y sus cardenales, por ejemplo, es un grabado de Cranach de un demonio cagando clérigos, con mitras y cálices también volando, propulsadas por un pedo. Y como ese, había otros 20 grabados del mismo autor.

(Fanfarrias de trompeta): ¡El nacimiento de la imprenta! (Fanfarrias): ¡el invento del grabado! Pero no sólo trajeron la Biblia de Gutenberg, sino también la propaganda. La posibilidad de propagar. Y Alemania se partía entre volante y volante, como hoy se parte el mundo de tuit en tuit.

Seguían las guerras campesinas. La radicalización de los campesinos piadosos contra los señores feudales. Lutero, preocupado, aliándose con los señores; la ciudad de Münster con los campesinos. Y más guerra. Está en el museo el bicornio que usó Napoleón en la batalla de Waterloo –equi­valente moderno del penacho de Moctezuma, supongo, aunque, hasta donde sé, los franceses no lo están reclamando. Las reverberaciones de la Revolución Francesa en Alemania, y algo de los cosas que aquí dejó. Ahí está, no se por qué, la bandera que le regaló la república francesa al pueblo de Varennes por haber apresado a Luis XVI. Claro, tampoco sé por qué están en el Museo Pergamon de Berlín las puertas de Babilonia, los restos imperiales aquí están por todas partes, y detrás de cada uno hay alguna guerra, algún tratado internacional, algún presente ofrecido como señal de alianza. La bandera al pueblo de Varennes trae una columna coronada con un gorro frigio, el signo de los jacobinos, y dice arriba: La République Reconnaissant. La República agradecida (efecto de sonido caída de guillotina). El reino no tiene cabeza, ¡viva la república!

En el museo las guerras se siguen unas a las otras. Me salto a la Primera Guerra Mundial. Uno de los aspectos más interesantes de vivir en Berlín son los horrores que se esconden en la belleza del paisaje. En cada cuadro hermoso, parece haber algún horror oculto, y encontrarlo se vuelve un pasatiempo, un Encuentra a Waldo, en versión macabra. La semana pasada, por ejemplo, estaba en mi oficina en la Freie Universität, que está en Dahlem, un barrio lleno de castaños y robles majestuosos y llenos de hojas otoñales que caen, y que dan ganas de planchar entre las páginas de un libro. Es hora de comer y una colega me lleva a un edificio cercano, rodeado de jardines. Nos sentamos en la cafetería y mi amiga me cuenta que hasta el final de la Primera Guerra ese edificio había sido el Kaiser Wilhelm Institut. Ahí se inventó la guerra química. (Pásame la sal, le dije a mi amiga, mientras tragaba.) Seguí comiendo y me siguió diciendo. En este instituto también trabajó Joseph Méngele. Yo veía afuera el roble, sacado de un poema de Goethe, cargado de bellotas. Así es esto.

Por fin, salimos Norma y yo del museo y caminamos a la Puerta de Brandenburgo. Había ahí una enorme manifestación muy linda, y muy bien organizada, con mucha gente. Había niños y viejos, hombres y mujeres. Turcos, blancos, negros. Banderas de arco iris. En el podio hablaba una mujer con jibab. No a la entrada de fascistas al Parlamento. Eran los carteles. La manifestación marchó de la Puerta de Brandenburgo al Parlamento. La gente está preocupada por el 15 por ciento que ganó la derecha nacionalista y antimigrante en las elecciones pasadas. Hay de qué preocuparse.

En días pasados, la extrema derecha ganó elecciones en Austria y en la República Checa. En Estados Unidos hay un presidente que hace lo que puede por confundir la realidad con la propaganda, hace lo que puede porque la realidad no importe. La idea común de los nuevos políticos es tapizar la realidad con verborrea: y apoyar donde quiera un cortoplacismo cínico, apoyado por el uso desenfrenado de la mentira. Calumnia, que algo queda; miente, que cualquier distracción es tiempo ganado. Son lemas que se han convertido ya en política de Estado en Estados Unidos igual que en Venezuela, en Turquía o en Polonia.

Los alemanes entienden bien por qué están marchando.