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Un incierto futuro ensombrece sus vidas; imperan el caos y la desorganización

El sismo del 7 de septiembre destruyó el Istmo y la esperanza de sus habitantes

Imágenes de dolor, muerte y destrucción permanecen en la mente de mujeres, hombres y niños

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Inmuebles religiosos y miles de viviendas, mudos testigos de la devastación en ciudades como Juchitán de Zaragoza. Montañas de escombros, el panorama actualFoto La Jornada
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Periódico La Jornada
Lunes 30 de octubre de 2017, p. 5

Juchitán de Zaragoza, Oax.

El intenso terremoto de la noche del 7 de septiembre destruyó prácticamente todo en el Istmo, en particular la esperanza de sus habitantes ante un incierto futuro. La devastación material es evidente al andar por las calles de sus pueblos: miles de inmuebles se vinieron abajo y muchos más están en alto riesgo.

Hasta donde la vista alcanza, se observan montañas de escombros acumulados que no han sido removidos; junto a ellos, decenas de muebles que la gente salvó comienzan a padecer los estragos de la situación. El caos y la desorganización imperan, mientras las personas enfrentan un largo viacrucis.

Basta una palabra para describir las sensaciones de los istmeños: desesperanza. No son optimistas con lo que viene. A más de 50 días del sismo de magnitud 8.2 –y su posterior réplica de sábado 23, con intensidad de 6.4–, no se reponen del duro golpe. Cuando hablan de esa noche, imágenes de dolor, muerte y destrucción navegan por sus mentes. Queda muy poco del característico jolgorio de la zona.

El temblor los echó a la calle. El miedo a que las estructuras aún en pie se vengan abajo es tan fuerte que han preferido dormir a la intemperie, resguardados por lonas o carpas instaladas frente a los solares donde estaban sus viviendas o lo que queda de ellas. Y si esta situación no fuera suficiente, hace unos días que arreció el viento, lo que acabó de complicar todo.

En esta época del año fuertes ventarrones son habituales en la región, lo que la convierte en una de las más atractivas para la producción de energía eólica; cientos de aerogeneradores se han instalado aquí. Los lugareños cuentan que los vientos son capaces de derribar un camión de carga en las carreteras, ya que llegan alcanzar la fuerza de un huracán. En ocasiones las rachas superan los 150 kilómetros por hora.

Las carpas de los campamentos no han soportado tal intensidad y poco a poco los istmeños vuelven a las cercanías de sus casas. Han encontrado como solución apretujar sus enseres de estancias, habitaciones y cocinas en reducidos espacios con pisos de tierra, como cocheras y traspatios. Sus nuevos alojamientos.

‘‘La necesidad y el miedo nos ha dejado así. No para de temblar (el sismológico nacional ha reportado más de 8 mil réplicas desde el día 7). No será fácil reponernos’’, dice Soledad Santiago, una mujer que lo perdió todo. Su casa quedó reducida a ruinas.

El Istmo tiene 41 municipios y se divide en dos distritos: Juchitán y Tehuantepec. El terremoto golpeó sobre todo a las comunidades del primero. La población, mayoritariamente de origen zapoteco, supera los 595 mil habitantes y su superficie representa 21 por ciento del total del estado. En esta región la pobreza es habitual, como en prácticamente toda la entidad. El sismo pegó más fuerte a quienes menos tienen en un estado que ocupa la antepenúltima posición en el índice de desarrollo humano, sólo por arriba de Chiapas y Guerrero.

El municipio de Juchitán de Zaragoza ha concentrado gran parte de la atención mediática. Pero en pueblos como Asunción Ixtaltepec, Ixtepec, Niltepec y los costeños Cerro Grande y San Francisco Ixhuatán, por citar algunos, los estragos también causaron innumerables daños. Cifras del gobierno federal indican que 63 mil 335 viviendas en el estado tienen algún grado de afectación y 3 mil 476 escuelas presentaron derrumbes o daños severos.

Vecinos y militares trabajan sin tregua para remover escombros y en las ciudades más grandes se usa maquinaria para agilizar el proceso. Urge limpiar para iniciar la reconstrucción aunque, dicen los pobladores, el apoyo gubernamental será insuficiente.

Don Valentín López Vázquez es un recio hombre del campo. Tiene 63 años de edad y levantó su casa poco a poco; era de esas construcciones que nunca tienen fin. ‘‘Empezamos con un cuartito, después le echamos la estancia y hace unos años terminamos un segundo nivel. Ahora vea –señala el lote vacío donde estuvo su hogar– sólo un hueco. El dinero del gobierno (120 mil pesos por pérdida total) no alcanza, apenas nos dará para levantar algo’’, lamenta.

‘‘¿De qué vivimos?’’, se pregunta una mujer madura que vende tamales de frijol en las calles de Ixtaltepec. ‘‘Pues de las despensas que envió la gente. No hay cómo’’. El bajo precio de su producto, cinco pesos la pieza, no es aliciente para los posibles compradores. Su canasta luce llena y la jornada está por concluir. ‘‘No hay dinero, pero qué le vamos a hacer’’.

Su fe la lleva a argumentar que un ‘‘castigo divino’’ azotó este año a todo el Istmo. Y es que a principios de 2017 enfrentó una gran sequía, después vinieron varias inundaciones, siguieron los sismos y ahora –sentencia– el viento.

La gente luce fría, distante, absorta en sus pensamientos. Pero a la vez tienen una necesidad de contar sus historias. Karina hace un esfuerzo por mantener el control, pero es imposible. Llora al recordar aquella noche ‘‘trágica’’, como la define.

Su hogar fue otro de los tantos miles que no soportó. Apenas logró salir, pero no así una de sus primas, quien resultó con una severa lesión en el pie y se lo tuvieron que amputar.

Desde hace unos días Karina se refugia en uno de los albergues instalados en la región, el que administra la Secretaría de Salud federal. ‘‘No queda nada, no veo futuro posible, mis hijos y yo estamos aquí desde hace mucho. Pronto esto se tendrá que ir, los apoyos no son para siempre’’.

La reconstrucción va más allá de los inmuebles y nadie se aventura a afirmar que será sencilla. La población comienza a envejecer; se estima que en 2020, 46 por ciento de los lugareños tendrán de 44 a 65 años de edad.

El comercio, la pesca, la venta de comida y otros productos, las artesanías y alfarería, la preparación de totopos y pan, la fabricación de ladrillos, el campo y la ganadería, eran la base de la economía regional, que ahora está también colapsada; 52 días después, el futuro de la región es incierto y el caos paraliza el ánimo de los istmeños, quienes sólo intentan sobrevivir el día a día.