18 de noviembre de 2017     Número 122

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Revalorando nuestro patrimonio:
intercambio de saberes

Martha Elena García y Guillermo Bermúdez  Periodistas de ciencia  [email protected]


Podemos revertir la situación, aquilatando el valor de los productos sanos que ofrecen los pequeños productores y pagando precio justo y digno por ellos FOTOS: Guillermo Bermúdez

Hoy, más que nunca, es urgente reconocer y valorar el trabajo que a lo largo de numerosas generaciones han realizado miles de indígenas y campesinos para dotar al territorio de México de una rica y variada diversidad biocultural. Es urgente restaurar y proteger nuestra biodiversidad para impedir que el voraz mercantilismo siga despojándonos de las especies y tradiciones culinarias que produjeron, diversificaron y propagaron los distintos grupos culturales de nuestro país y que han sido la base de nuestra alimentación por varios siglos.

La sociedad mexicana está en deuda con esos productores de pequeña y mediana escala, pues desde mediados del siglo pasado se menospreció su producción y bajó el consumo de la gran variedad de frutas, verduras y legumbres de temporada que nos ofrecían, al punto que algunas de ellas se perdieron y otras tantas corren ese mismo riesgo. No obstante, a pesar de estar cada vez más marginados, los campesinos siguen proveyéndonos de alimentos nutritivos.

Esa deuda empezó a incubarse cuando los agrónomos y otros científicos, movidos por los vientos de la “modernidad”, se subieron al carro de la Revolución Verde, promoviendo en las aulas y propagando en el campo ese modelo productivo que comenzó a desplazar a la milpa –uno de los sistemas agrícolas más sustentables del planeta–, mediante semillas híbridas, explotación intensiva de monocultivos, uso de tractores, sistemas de riego y un arsenal de agrotóxicos (plaguicidas y fertilizantes químicos).

El adeudo se magnificó aún más cuando amplios sectores de la sociedad mexicana empezaron a dejar de atrás la rica variedad de los productos que ofrece nuestro campo, abriéndole el paso a la industria de alimentos en sus cocinas. No resistieron la seducción de sabores, aromas, colores y texturas de los productos altamente procesados, desarrollados por la tecnociencia de alimentos, que además de modificar esencialmente su calidad y sus cualidades, a través de incontables aditivos químicos, incorporan concentraciones muy elevadas de azúcar y harinas refinadas, grasas y sal.


Es esencial generar puentes de comunicación entre científicos, comunidades campesinas e indígenas y la población.

Así, los “alimentos” industrializados, producto de la agricultura comercial y del diseño sintético, no sólo fueron moldeando el gusto de los consumidores, sino que su fácil disponibilidad en el mercado propició que la industria alimentaria, las cadenas de comida rápida y los supermercados ejercieran un gran control sobre su abasto y su precio. De esta manera han ido desplazando y encareciendo los cereales, frutas y verduras frescas de los productores de mediana y baja escala, que no pueden competir con la poderosa red de distribución de la comida industrializada, con su gran durabilidad, con los subsidios que los gobiernos les conceden por producir en grandes cantidades y menos aún con el bombardeo publicitario en los medios.

Hoy estamos pagando los altos costos de la Revolución Verde en nuestro país: abandono del campo, pobreza y migración rural, daños ambientales y a la salud –causados por los agrotóxicos y la comida industrializada (enfermedades crónico-degenerativas a escalas incontrolables: diabetes, sobrepeso, obesidad, trastornos cardiovasculares y cáncer, entre otras, que se suman a padecimientos derivados de la desnutrición)–, desequilibrio de los ecosistemas agrícolas, disminución en la diversidad de especies comestibles a causa de la uniformidad de variedades explotadas, expansión de las transnacionales y pérdida de la soberanía y la seguridad alimentarias.

Si bien los costos en salud y medio ambiente por estos cambios resultan altos, aún estamos a tiempo de revertir esta situación, aquilatando el valor de los productos sanos que nos ofrecen los pequeños y medianos productores y asumiendo el compromiso de consumirlos, pagando un precio justo y digno por ellos. 

En el panorama nacional se vislumbran muchos esfuerzos en este sentido. De ahí que resulte alentador que un equipo de científicos mexicanos, desde sus distintas disciplinas, hayan colaborado en la investigación “Rescate de especies subvaloradas tradicionales de la dieta mexicana y su contribución para el mejoramiento de la nutrición en México”.

Al comprobar las cualidades nutritivas y nutracéuticas del chepil, la chaya y los alaches, este estudio interdisciplinario evidenció tanto el conocimiento que encierra la riqueza biológica generada por nuestros antepasados, como el arte de las cocineras que potencializan sus atributos al transformarlos en variados y apetitosos platillos. Éste constituye el primer paso para reconocer y valorar esos saberes, a fin de aprender a aplicarlos.

Como periodistas de ciencia celebramos este esfuerzo, pues consideramos esencial generar puentes de comunicación entre los científicos, las comunidades campesinas e indígenas y la población, para que a través de un proceso colectivo de razonamiento se arribe a la comprensión cabal de las múltiples dimensiones que abarca la alimentación y se exploren distintas soluciones.

Para nosotros la búsqueda de soluciones a la problemática actual de la alimentación debe pasar por la comprensión integral de los diversos factores que intervienen en ella, con el indispensable diálogo e intercambio de saberes entre los pequeños y medianos productores, la comunidad científica y los consumidores, encaminado a transformar esta situación.


Necesitamos revalorar los alimentos tradicionales que producen los pequeños campesinos

Creemos que ello exige trabajar en un plano de igualdad para que este diálogo entre los científicos y las comunidades posibilite la construcción de un conocimiento que se comparta y esté al servicio del bien común. De hecho, la alimentación y la producción de alimentos saludables han generado proyectos donde las comunidades construyen un saber multidisciplinario y, por tanto, se apropian de conocimientos valiosos, tanto en el campo de la salud como en el ambiental, económico, antropológico, social y cultural.

Por todo el país existen ejemplos de que el trabajo conjunto entre campesinos, científicos comprometidos con la sociedad y consumidores ambiental y socialmente responsables –dispuestos a valorar tanto la calidad e inocuidad de los productos como la labor de los productores, pagando un precio justo por ellos–, ha demostrado que es viable producir alimentos sanos y en armonía con el medio ambiente.

Iniciativas así fortalecen una agricultura sustentable, libre de plaguicidas, transgénicos y suplementos artificiales, orientada a la recuperación de la biodiversidad y el manejo agroecológico, encaminada a lograr la seguridad y soberanía alimentarias.

Estamos convencidos de que sólo a través de un auténtico intercambio de saberes, en el que mientras unos hablan de lo que dice la ciencia, otros enseñan lo que aprendieron de sus padres y abuelos, y otros más apoyan con su consumo iniciativas como ésta, estaremos cultivando y cocinando salud para cosechar vida.

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