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Palabras sin música

Philip Glass presentará en México su libro autobiográfico Palabras sin música, publicado por Ediciones Malpaso, el 30 de noviembre a las 19 horas en el auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología. Participarán, además del autor, el antropólogo Víctor Sánchez, el director de ese museo, Antonio Saborit, el politólogo Jesús Silva-Herzog Márquez y Pablo Espinosa, jefe de la sección Cultura de La Jornada. En 495 páginas, Philip Glass nos comparte, en un estilo narrativo ameno, sencillo y didáctico, su vida además de permitirnos entrar a la cocina de su trabajo como compositor. Por igual aprenderemos, con la lectura de este valioso documento, cómo se escribe la ópera Einstein on the Beach, cómo reparar un inodoro y las goteras del lavabo, instalar la bañera y modular la regadera, pues nos relata también, con gran sentido del humor, sus aventuras como plomero, albañil, chofer de taxi y otros empleos que él denominó en su etapa inicial trabajos alimenticios. Después de leer estas páginas, el escucha disfrutará todavía más la belleza de la música de Philip Glass. Con autorización de la editorial Malpaso, damos a conocer, como primicia, las primeras páginas de esta obra, que está a la venta en la librería de La Jornada.

S

i te vas a Nueva York a estudiar música, acabarás como tu tío Henry, malgastando tu vida yendo de ciudad en ciudad y viviendo en hoteles.

Eso es lo que me dijo mi madre, Ida Glass, cuando le conté mis planes. Estaba sentado en la cocina de la casa familiar en Baltimore y acababa de volver a casa recién graduado en la Universidad de Chicago.

Mi tío Henry, un peso gallo, fumador de puros y con un fuerte acento de Brooklyn, estaba casado con mi tía Marcela, hermana de mi madre, que también se había trasladado a Baltimore, huyendo de Brooklyn, una generación antes. Mi tío Henry era batería. Había abandonado los estudios de odontología poco después de acabada la Primera Guerra Mundial para convertirse en músico itinerante y se había pasado los siguientes cincuenta años tocando por todo el país, sobre todo en teatros de variedades, hoteles de vacaciones o con orquestas de baile. En sus últimos años estuvo actuando en los hoteles de los Catskills, conocidos entonces y todavía hoy como el Borscht Belt. Probablemente en aquella primavera de 1957, mientras yo hacía mis planes de futuro, él debía de estar tocando en uno de esos hoteles, apostaría que en el Grossinger’s.

En todo caso, me gustaba mi tío Henry y lo consideraba un buen tipo. La verdad sea dicha, no me parecía tan terrible la perspectiva de ir de ciudad en ciudad y viviendo en hoteles. De hecho, yo ansiaba algo así, una vida colmada de música y viajes, tanto que solo con imaginármelo me entusiasmaba. Y, como terminó sucediendo unas cuantas décadas más tarde, la descripción de mi madre resultó totalmente certera. A la hora de empezar a escribir este libro, eso es precisamente lo que estoy haciendo, viajar desde Sídney a París, pasando por Los Ángeles y Nueva York, dando conciertos a lo largo de todo el recorrido. Desde luego, no toda mi historia se reduce a eso, pero sí es una parte importante.

Ida Glass siempre fue una mujer muy inteligente.

Ya de joven, ingenuo y curioso, con la cabeza llena de planes, estaba yo haciendo lo que desde entonces no he dejado de hacer. Empecé a tocar el violín a los seis años, la flauta y el piano a los ocho y a componer a los quince. Acababa de terminar la universidad y estaba impaciente por empezar mi auténtica vida, una vida que siempre había sabido que estaría relacionada con la música, conectado a ella, sabía que ese era mi camino.

Ya había habido otros músicos entre los Glass, pero la opinión generalizada en mi familia era que, en cierto modo, los músicos vivían en los límites de la responsabilidad y que la vida de músico no era algo a lo que una persona instruida debiera aspirar. Por aquel entonces no se ganaba mucho dinero tocando y dedicar tu vida a cantar canciones en un bar no se consideraba un proyecto serio. Para la mentalidad de mis padres, aquello que yo me proponía solo me podía llevar a eso. No les pasaba por la cabeza que pudiera ser otro Van Cliburn, para ellos la única posibilidad era acabar como el tío Henry. Es más, no creo que tuvieran la más mínima idea de lo que se hacía en una escuela de música.

Foto
Portada del libro de Glass, publicado por el sello Malpaso

–He estado dándole vueltas durante años –dije– y es eso lo que realmente quiero hacer.

La verdad es que mi madre me conocía. Yo era un chico tan tozudo, que si se empeñaba en hacer algo, seguro que lo hacía. Sabía que yo no tomaría en consideración sus objeciones, pero se sentía en la obligación de advertirme, aunque ninguno de los dos creyera que lo que dijera fuera a cambiar las cosas.

Al día siguiente, cogí el autobús para Nueva York, que desde hacía décadas era la capital cultural y financiera del país, con la ingenua intención de ser admitido en la Juilliard School, pero... no tan pronto. Tenía un puñado de composiciones y sabía tocar la flauta decentemente, pero no estaba lo suficientemente preparado en ninguna de las dos cosas como para merecer el ingreso en la escuela.

No obstante, me presenté a la prueba para el programa de instrumentos de viento. El tribunal estaba formado por tres profesores: el profesor de flauta, el de clarinete y el de fagot. Al acabar de tocar, uno de ellos, en un destello de sagacidad, me preguntó amablemente: Señor Glass, ¿realmente quiere usted ser flautista?

Porque yo no era lo suficientemente bueno. Podía tocar la flauta, pero no mostraba el entusiasmo necesario para triunfar.

–Bueno, en realidad –dije–, yo lo que quiero es ser compositor.

–Bien, entonces debería presentarse al examen de composición.

–No creo que esté preparado para ello –contesté.

Admití que tenía unas cuantas composiciones pero rehusé enseñárselas. Sabía que no había nada interesante en esos primeros trabajos.

–¿Por qué no vuelve en septiembre y se apunta en la Extension Division de la escuela? Hay cursos de teoría y composición –me dijo–. Dedique un tiempo a componer música y, luego, con esa base, preséntese a una prueba para el departamento de composición.

La Extension Division, dirigida por un excelente profesor, Stanley Wolfe, él mismo un dotado compositor, era gestionada como un programa para adultos. El plan consistía en dedicar un año a preparar una auténtica prueba de composición para que evaluaran mi trabajo y tomaran en consideración mi solicitud. Esa era, desde luego, la oportunidad que yo andaba buscando, así que acepté su sugerencia y presenté la solicitud de ingreso.

Pero primero tenía que solucionar la cuestión material. Necesitaría dinero para empezar, aunque estaba seguro de conseguir un trabajo a tiempo parcial en cuanto estuviera instalado en la escuela. Tomé el autobús de Greyhound de vuelta a casa y solicité el mejor trabajo posible en las cercanías de Baltimore, a unos cuarenta kilómetros, en una anticuada y destartalada reliquia industrial de principios del siglo XX, la planta de Bethlehem Steel de Sparrows Point, Maryland. Como sabía leer, escribir y tenía conocimientos aritméticos (cosa poco común por aquellos días en la Bethlehem Steel), me asignaron el puesto de encargado de pesaje, lo que suponía manejar una grúa, pesar enormes contenedores de clavos y llevar las cuentas de todo cuanto se producía en esa sección de la planta. En septiembre, había ahorrado más de mil doscientos dólares, una suma respetable en 1957. Volví a Nueva York y me inscribí en el curso de composición de Stanley Wolfe.

Pero antes de abordar mi llegada a Nueva York a finales de los años cincuenta, necesito completar mi biografía con algunas piezas que faltan.