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La Muestra

Zama

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Después de un silencio de 10 años, la cineasta Lucrecia Martel regresa al cine con Zama
L

a soledad de un exiliado castizo. La hasta hoy breve filmografía de la argentina Lucrecia Martel ha conseguido colocarla como uno de los talentos más originales del cine iberoamericano. El aspecto más notable de sus cintas es la capacidad de recrear, con escasos recursos técnicos y materiales, atmósferas muy densas, en ocasiones turbias, que reflejan a la perfección los estados anímicos de sus personajes o de una comunidad entera. En La ciénega (2001) refiere la decadencia de un orden familiar y el hastío existencial en que transcurren los días de la burguesía en una provincia del norte argentino; en La niña santa (2004), un despertar sexual sugerentemente vinculado con las prácticas religiosas, y en el thriller La mujer sin cabeza (2008), el desvarío de una mujer que padece la culpa moral por un accidente en carretera que en su mente adquiere proporciones desmesuradas.

En todas sus películas el mundo sensorial es a tal punto vívido e intenso que la propia narración de los hechos pasa siempre a un segundo plano, de ahí que para muchos espectadores sus relatos parezcan siempre herméticos, plagados de símbolos y metáforas, incluso incomprensibles, cuando en definitiva sólo remiten a una captura magistral de los ámbitos naturales en que se mueven los personajes. Resulta inútil buscar en ellos mayores interpretaciones históricas o sociológicas, reclamar un contexto social claro o el sustento sicológico para explicar una conducta. Pocos cineastas recrean, de forma tan intensamente literaria, un estado de ánimo cualquiera.

En Zama, adaptación muy libre de la novela homónima del argentino Antonio di Benedetto, la evocación histórica es a su vez sólo un pretexto para incursionar en el desasosiego espiritual de un hombre, Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho, soberbio y contenido), funcionario de la corona española a finales del siglo XVIII, varado en Asunción, Paraguay, en espera de un traslado, primero a Buenos Aires, luego a España, que parece no llegar nunca.

Lucrecia Martel convida al espectador a padecer con él ese mismo compás de espera. Y mientras don Diego se entretiene o mata el tiempo persiguiendo a un bandido legendario y seduciendo a las indígenas de las tribus locales, las gratificaciones estéticas se multiplican para el público en la película: un clima húmedo, torrencial, exaspera los sentidos; la sensualidad de las carnes se despliega sin recato; la música más extraordinaria y anacrónica confiere un toque surrealista al relato histórico. Quedan patentes los agravios que padecen los indígenas por el colonizador, pero también, en grado aún mayor, la inmensa soledad que invade a este último, la dura melancolía de su destierro absurdo. Una vez más, Lucrecia Martel ha puesto de cabeza las convenciones del realismo y de paso también toda lectura histórica. Lo suyo es una paleta de pintor trasladada al cine y un insospechado sentido del humor que tonifica su arte fílmico al tiempo que gratifica, con creces, esa larga espera (10 años) de los cinéfilos siempre atentos a su obra.

Se exhibe en la sala 8 de la Cineteca Nacional a las 15:30 y 20:45 horas.

Twitter: Carlos.Bonfil1