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Amigo que fue
T

uve un amigo por quien sentía especial cariño. Nos conocimos hace años, a mis 25 y sus 18 o 19. Fue mi alumno, cuando yo me ganaba unos pesos dando clases de esto o de aquello en una secundaria de la ciudad.

Era un joven serio y aplicado. Luego surgió como escritor, y empecé a seguirlo en los diarios. Me parecía algo más que una promesa, tanto así que pensaba que, si nos volvíamos a encontrar, yo podría tratarlo como si nos conociéramos de antes, porque nos conocíamos, pero de ninguna manera como si yo hubiera sido su maestra y él un alumno mío. Esa relación debía quedar en el pasado, en el olvido, por mi propio bien. Salvo en edad, aquel joven ahora me aventajaba en todo. Era más capaz que yo. Más culto, más desenvuelto, más ambicioso, más abarcador, más osado. Mucho más. En todo. Ahora la vieja maestra se cuidaba de cometer el menor error, de cualquier tipo, ante el viejo alumno. Sin embargo, esta reserva mía, esta cautela, no impidió que nuestra amistad, bien establecida, creciera.

Creció. Entrábamos y salíamos de nuestras respectivas casas con frecuencia, con familiaridad. Por igual, de nuestras respectivas vidas. Cada uno sabía en dónde andaba el otro y en qué asunto. Libro nuevo que uno publicara, antes que a nadie más se lo daba al otro. Después podíamos dedicarlo a la familia y a los amigos. Si uno de los dos viajaba, y los dos viajábamos cada vez más, se despedía del otro y cada uno era el primero en saber del regreso del otro. Nos contábamos las aventuras corridas en el resto del país o en el extranjero. Yo me sentía bien de saber que él y yo éramos amigos. Llegué a sentir que él experimentaba hacia mí otro tanto.

La primera sacudida ocurrió en una cena a la que cada uno asistió con su pareja y en la que nos tocó sentarnos en la misma mesa, para diez, en el salón de fiestas en el que se celebraba no sé qué. Este amigo mío estaba enfrente de mí. Dominaba la situación con un encanto que todos los demás apreciábamos, una gracia evidente. Ante alguien reservado como yo era en aquella época, él no merecía únicamente la atención de quienes estábamos a su alrededor, sino que era de agradecérsela.

Yo agradecía que él se ocupara de la conversación, que él la dirigiera, como el más entretenido y adecuado para hacerlo. A mí me tranquilizaba compartir con él toda actividad social, pues mi inhibición de entonces confiaba en el desenfado de él. Estaba segura de que contábamos el uno con el otro. Sin embargo, en la cena que digo de pronto un comentario suyo y por el que, según era lo usual, sin duda esperaba el aplauso al menos de quienes lo rodeábamos en la mesa, a mí me estremeció. Con toda claridad, en ese para mí lamentable momento, sentí que él ponía punto final a nuestra amistad, pues se refirió con burla a un libro que acababa de aparecer en librerías y que, precisamente, era un libro mío. No había duda, pues la descripción que hizo de sus características era exacta. A mí me heló.

Ajenos al hecho de que el sarcasmo se dirigía a mí, ahí presente, los demás aprobaron. Como yo le concedía, aparte de confianza, ser alguien más alerto que otros, no niego que me hubiera extrañado que él no advirtiera que el destino de su puñal estaba enfrente de él, atónita, más enmudecida y paralizada que nunca.

Me repuse de la estocada lo suficiente para seguir tratando socialmente a quien había sido mi amigo. Seguí comportándome con él con la buena educación que se podía esperar, al menos de mi parte. Pero de su parte los golpes siguieron asestándose y afectándome, por más que contuviera el dolor; por más que fueran lanzados contra mí como si el golpeador, contrario a la evidencia, no advirtiera lo que estaba haciendo.

A lo largo de los años en que ahora estas circunstancias definieran nuestra relación, tuve momentos de indigno apocamiento en los que aprendí a fingir que no había cambio en el afecto entre nosotros, y llegué al colmo de escribir una nota para mí muy favorable de un libro suyo. Aunque me la agradeció, aunque para mi pobre expectativa con retraso, a mí me pareció que ahora él sellaba abiertamente la justificación del fin de nuestra amistad, algo que yo querría que me pareciera bien, un desenlace natural en la vida, que yo viera como tantos otros, que suceden como si no hubieran sucedido o, mejor todavía, como si no significaran nada, en lo absoluto, una basura que soplarse del hombro y nada más.