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La lucha personal y la defensa de un pueblo. Una danza a cuatro partes
U

n danzante de Venado yaqui debe portar lo siguiente, de arriba a abajo: una cabeza de venado (masokoba) disecada, en cuya cornamenta lleva un listón rojo; según algunos, este simboliza la sangre sacrificial del ciervo. Usa también una pañoleta bordada de flores que forra parte de la cornamenta. Las flores nos indican la estrecha relación con el mundo del monte o juya ania. Las dos astas, a su vez, deben siempre bifurcarse en dos, para así cubrir y sacralizar todos los puntos cardinales. La cabeza de venado se posa sobre una manta blanca y lleva unas correas que sirven para sujetarla.

En su cuello, el danzante de Venado yaqui lleva colgado un collar de cuentas blancas que algunos toman por rosario, y que caen en su pecho desnudo. Contiene también elementos de concha nácar (porosim) que simbolizan el sol, la luna y los cuatro puntos cardinales, así como la cruz de la religión cristiana. Al bailar, el Venado usa dos guajes (denominados áyam) con los que marca sus movimientos. Porta un rebozo ( jikiam) el cual va atado por una rijgutiam que es un cinturón de cuero con correas de gamuza, y que lleva pezuñas de venado a manera de cascabeles. En cada pie, el danzante lleva tres vueltas de teneboim o capullos de mariposa ensartados.

La presencia del Venado impone respeto en toda la yoemia excepto en los danzantes Pascolas, su complemento y contraparte, quienes juguetean y hacen mofa de él. Justo es, sin embargo, señalar que dentro y fuera del ámbito dancístico hay un profundo reconocimiento al oficio que realiza el Venado. A diferencia de los Pascolas, el Venado siempre permanece en silencio, moviéndose en un gradiente de emociones entre la contemplación y la solemnidad, y entre el temor y el nerviosismo. En realidad, más que danzas, las del Venado y el Pascola son parte de una secuencia ritual de luz y oscuridad, en la que el baile es sólo una parte de sus componentes.

II. Cuando Ian porta la indumentaria de Venado se transfigura en el animal del monte. En la ramada, sus manitas suaves y tibias se convierten en pezuñas, y deja de mirar por sus ojos para hacerlo desde los que brillan en la cabeza que amarra sobre la suya. La hojarasca chasquea ante sus pasos y el viento se abre ante cada uno de sus movimientos. Ian (ahora en lengua yaqui), tiene apenas seis años, y aunque desde los tres soñaba con ser danzante, baila formalmente desde los cinco. La danza no le es ajena en lo absoluto pues su papá es danzante de matachín en su comunidad, Loma de Bácum, Río Yaqui.

Una noche, en el solar familiar tuve una extensa conversación con Ian. Le conté que nunca había visto un atuendo de Venado de cerca, con excepción de la ocasión en la que trabajé en un museo frente a varios artefactos rituales, pero que esos objetos no eran utilizados para danzar sino para ser exhibidos. Le hice ver, por tanto, que me emocionaba mucho poder apreciar el ajuar por medio de un verdadero danzante yaqui. El niño corrió al interior de la casa, salió con un par de bolsas de plástico y las puso sobre la mesa. ¿Por dónde empezamos?, pregunté casi adivinando la respuesta.

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Danzante del Venado en el Museo Nacional de Culturas Populares en la Ciudad de MéxicoFoto José Carlo González

Ante la presencia de su nana Francisca y de su mamá (Carmen), Ian extrajo la masokoba con cuidado y la puso sobre la mesa; después, los otros artefactos, pero faltaban los teneboim y el rebozo. La nana comentó, a manera de explicación, que cuando el niño danza, el Venado Yowe (Venado Mayor) le facilita los implementos de que carece. Ian no usó muchas palabras pues su español aún no es muy fluido, pero sus ojos relumbrando en la oscuridad de la noche, su sonrisa infantil y sus caricias sobre cada uno de los objetos, construyeron en ese momento un poema épico a su pueblo.

III. Fidencio, tal como su nombre lo indica, es un hombre de fe. Es bombero y rescatista, y pertenece al grupo de jóvenes que participa en la vigilancia de su comunidad durante la fiesta a Nuestra Señora del Camino. Es una magna celebración que aglutina a yaquis de los Ocho Pueblos y allende el Territorio. A la Virgen le cumple con fervor, por eso además de custodiarla, Fidencio danza para ella pues es miembro de la tropa de matachines de Loma de Bácum, el pueblo yaqui que sostiene una férrea defensa contra el gasoducto que se pretende imponer en su Territorio.

Fidencio tiene el vigor de los 28 años, una esposa muy amada que lleva el nombre de la Virgen en su advocación del Monte Carmelo, y dos hijitos alegres y juguetones. Pero desde hace poco más de un año, está preso en el Cereso de Ciudad Obregón. Su fe fue puesta a prueba cuando lo acusaron de matar a un hermano yaqui en el enfrentamiento del 21 de octubre del año 2016. El proceso judicial fue construido sin pruebas y con testimonios emanados de yaquis adictos al gobierno, como se referían a ellos en los documentos históricos.

Con el amor de la familia y los amigos, Fidencio tuvo que encontrar sentido a su sacrificio. Participa tocando el bajo en las ceremonias religiosas de la iglesia de la cárcel (dejemos a un lado los eufemismos, el Centro de Readaptación Social de Ciudad Obregón, como muchos otros en México, es una simple, llana y horrible cárcel). Pero en la devoción penitenciaria, la Virgen se hace presente mediante la advocación de la Señora de Guadalupe, y con la certidumbre de tenerla cerca y la tranquilidad que le da el saberse inocente, Fidencio espera la audiencia del próximo 13 de diciembre.

IV. El primogénito de Fidencio y Carmen es danzante de Venado. Tiene apenas seis años, y aunque desde los tres soñaba con ser danzante, baila formalmente desde los cinco, a partir de que su padre cayera preso. Ya sea en la ramada ritual o en la acera del juzgado séptimo de distrito en Cajeme, Ahora baila con coraje, con fuerza y exigencia, como si de sus movimientos dependiera la excarcelación de su papá. Ian se sacude ágilmente y con elegancia, mira a través de los ojos del Venado y se abre paso en el viento, danzando una sinfonía de amor por la libertad de su padre y de su pueblo.

* Historiadora, investigadora del INAH