Opinión
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Aprender a Morir

Revanchas del maligno

I

ncrédulos y ateos, al final de la segunda década del tercer milenio, siguen considerando que dos periodos del año constituyen desagravios del bien en favor del mal: Navidad y Semana Santa, la primera dedicada a celebrar el nacimiento de Jesucristo en Belén, aldea cercana a la conflictiva y conflictuada Jerusalén, y la segunda, a conmemorar la pasión y muerte de ese personaje tan venerado como utilizado.

Consideran asimismo que en realidad se trata de dos despiadados desquites de Satanás: Cristo atestigua cómo ofuscados participantes en festividades y conmemoraciones en su honor se someten a variopintos padecimientos físicos y económicos, sin que pase de ahí, pues sabe que sus iglesias tienen bastante responsabilidad en tamaños extravíos. Por su parte, el maligno evoca, satisfecho, las tentaciones que airosamente le fueron rechazadas en el desierto por un carpintero metido a predicador.

Navidad y Semana Santa, en siniestra contradicción con el espíritu que las animó, se reducen a infernales temporadas de enajenación colectiva y consumo compulsivo, reuniones y regalos, pesebres y negocios, crucifijos y bikinis, al grado de no saber dónde hay más ridiculez, si en el celebrado, en los celebrantes o en los celebradores. En cambio, la devoción emergente, el comercio y los brindis adquieren una formalidad abrumadora.

¿Cómo protegerse de estos desquites entre notables? Difícil efectuar una revisión menos tímida de valores al uso, costumbres familiares y tradiciones aprobadas por las instancias del poder establecido. Mejor volver los ojos al sano principio de descreer lo que al sistema le interesa que creamos, compremos, repitamos y desechemos. Reconocer que el dios del planeta sigue siendo el dinero y que el único demonio sobre la tierra es el ser humano y su reducida conciencia para entender la vida, respetarla y saber vivirla.

Obsesionados con una idea estrecha de poder que arrasa con lo que se le oponga, los metidos a amos del mundo prefirieron inventar demonios y responsabilizarlos de cuanta injusticia y exceso se comete. Por ello, a gobiernos y religiones les resulta más práctico mentir que educar, amenazar que convencer o cambiar capitales que conciliar, en tanto luzbeles y demás ángeles malos deben cargar con el origen del mal y la infinita sucesión de estupideces que ocasiona, repito, la baja conciencia de los seres humanos, temerosos y manipulados, pero celebradores.