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Tomar en serio el acoso sexual
E

l crecimiento exponencial de las denuncias por acoso sexual en Estados Unidos está alcanzando unas dimensiones que reflejan cada vez más la magnitud del problema, ya no sólo en ese país sino en buena parte del mundo. Los casos más mediáticos y escandalosos involucran a figuras del espectáculo y de la política (el propio presidente estadunidense Donald Trump, sobre quien pesan varias acusaciones de ese delito, es sólo un botón de muestra); pero a la vez sirven para estimular a personas –mayoritaria pero no solamente mujeres– que en distintas épocas y circunstancias han sufrido esa forma de violencia sin atreverse a levantar la voz para dar a conocer el hecho o sin que sus protestas fueran atendidas.

Se trata, pues, de una tendencia saludable en tanto saca a la luz pública situaciones de inequidad y arbitrariedad que a lo largo de la historia habían sido consideradas naturales y por ende socialmente admisibles, producidas en ámbitos tan diversos como el laboral, el educativo o el familiar. Más aún: durante años, y al amparo de una cultura que concebía a la mujer como una especie de ciudadana de segunda, algunas variantes del acoso eran vistas más como episodios festivos que como prácticas abusivas. No el tradicional galanteo que muchos investigadores del comportamiento definen como el fenómeno que inicia el complejo vínculo de pareja, sino el directo y autoritario manoseo no consensuado, y en el peor de los casos el abuso.

El auge de las denuncias, sin embargo, muestra que en la legislación hay vacíos e imprecisiones que urge llenar para que el acoso sexual quede configurado como un delito rigurosamente definido, con sus causales claramente descritas, y no como una equívoca figura capaz de engendrar un abuso de signo opuesto. Por un lado, la inconsistencia de algunas de las acusaciones formuladas en EU, que se apoyan únicamente en dichos, comportan el riesgo de que los impartidores de justicia sucumban al linchamiento mediático que suele acompañar a algunas denuncias, y que más de un acusado termine entre rejas por pura presunción. Por otro lado, la falta de acuerdo que existe en torno a la línea a partir de la cual un acoso comienza a tener ese carácter (se discute, por ejemplo, si el piropo es una forma de acoso), así como la subjetividad que propician ciertas actitudes (¿cómo diferenciar una mirada acosadora de una simplemente inquisitiva?) conspiran contra la certeza jurídica que debe tener una providencia judicial. Si esas y otras cuestiones técnicas no se afinan adecuadamente, la estricta justicia que debe prevalecer en los casos de acoso sexual puede convertirse en una herramienta punitiva de aplicación discrecional.

No ayuda a aclarar el panorama la actitud omisa que invariablemente han tenido las autoridades frente a las denuncias de acoso sexual –en EU pero también en México y en la mayoría de los países de los cinco continentes–, porque conscientes de su actitud histórica, que en la práctica las volvía cómplices de los delincuentes, ahora se ven tentadas a proceder al revés; es decir, que si antes desatendían las denuncias por principio, ahora tienden a validarlas en automático.

El acoso sexual ha dañado y daña a millones de mujeres, es una práctica demasiado grave como para acabar siendo banalizada por escándalos televisivos y protagonismos interesados. Si se pretende que el actual aluvión de denuncias ayude a combatir sus efectos adecuadamente, y no se quede en mero arrebato colectivo, es imperioso ajustar la terminología jurídica (para empezar, en la encomiable pero limitada Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia), definir mejor las figuras delictivas y examinar de manera exhaustiva los casos que se presenten, con independencia del ruido mediático. Porque para erradicar las causas que lo generan, lamentablemente, hacen falta cambios sociales que van mucho más allá de las leyes.