Opinión
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Detroit
D

ías extraños. Los hechos fueron reales, aunque su interpretación, 50 años después, todavía genera gran polémica. En el verano de 1967, en Detroit, Michigan, la violencia racista en la redada policiaca de un bar frecuentado por afroestadunidenses, provocó disturbios callejeros que duraron cinco días, dejando 43 muertos, casi todos de raza negra. La realizadora estadunidense Kathryn Bigelow (Zona de miedo, 2008; La noche más oscura, 2012) y su guionista Mark Boal recrean en Detroit, zona de conflicto (Detroit, 2017), el célebre conflicto racial a partir del recuento que hace el escritor John Hersey en su libro The Algiers Motel Incident (1968), con base en testimonios de algunos sobrevivientes. En el momento más álgido de la revuelta, cuando varias manzanas de la ciudad habían quedado devastadas por los incendios y el pillaje a los almacenes, y la guardia nacional patrullaba las calles en lo que semejaba una zona de guerra, los integrantes afroestadunidenses de una banda de música motown se vieron obligados, por el toque de queda, a refugiarse en el anexo del motel Algiers, a unos pasos de la zona de disturbios, sin sospechar que esa misma noche el lugar sería objeto de una incursión policiaca todavía más violenta y que ellos habrían de compartir con otros cinco personajes (tres negros y dos mujeres blancas) una suerte trágica.

Kathryn Bigelow conserva intacto su viejo estilo provocador e intransigente. Luego de abandonar su primera vocación como pintora, convencida por la escritora Susan Sontag y por su colega Andy Warhol de que el cine era un medio de expresión más popular y efectivo, incorpora en sus primeros cortos y largometrajes sus búsquedas formales más arriesgadas, desde la combinación subversiva de los géneros de horror y western (Cuando cae la oscuridad, 1987) hasta una perspectiva casi feminista –con sugerentes guiños de fetichismo– al abordar un cine de corte policiaco (Acero azul, 1989), hasta llegar a una de sus obras más logradas, el filme de ciencia ficción Días extraños (1995). Más tarde, al iniciar su colaboración con el periodista Mark Boal, su carrera toma un giro inesperado al elaborar la crónica de sucesos políticos de la historia reciente estadunidense, desde el involucramiento de las fuerzas armadas en conflictos de Medio Oriente hasta la cacería al terrorista Osama Bin Laden, combinando técnicas de suspenso fílmico con un registro muy imaginativo y contundente de la actualidad periodística. Su propósito manifiesto al recrear los violentos enfrentamientos raciales entre una policía blanca muy prejuiciada y los habitantes negros de un barrio de Detroit fue elaborar la anatomía de una revuelta, entendida esta, según la definición de Martin Luther King, como el lenguaje de los que no son escuchados (declaraciones de la cineasta para la revista británica Sight and Sound, septiembre, 2017).

Apenas sorprenden el malestar y la polémica mediática que hoy suscita la directora por su descripción muy gráfica de la violencia policiaca y sobre todo por su sugerencia de que dichos abusos persisten en Estados Unidos medio siglo después de la revuelta de Detroit, como han corroborado los casos de Rodney King en Los Ángeles, en 1991, o de Michael Brown en Ferguson, en Missouri, en 2014, crímenes provocados por abusos policiacos de corte racista. Con los riesgos y consecuencias previsibles, Bigelow adopta el punto de vista de las víctimas, renuncia a una objetividad a la postre encubridora, y dramatiza los sucesos combinando la ficción y la recuperación de material gráfico de época con una técnica cercana al documental. Adapta luego lentes viejos a las cámaras de video para explorar, con un tinte o grano de veracidad, los rostros angustiados de los personajes y el clima asifixiante en aquella larga noche. Durante casi una hora, su exploración claustrofóbica de las vejaciones y torturas que padecen los afroestadunidenses encerrados en el motel Algiers semeja una cinta de horror. El lamentable incidente policiaco adquiere así las dimensiones de un crimen de odio, particularmente cuando la policía se ensaña con las dos mujeres blancas culpables de haberse asociado afectiva o sexualmente con hombres de raza negra. Las miradas de recelo y desprecio que los afroestadunidenses rebeldes y agraviados le lanzan Melvin Dismukes (John Boyega), el guardián de seguridad negro que intenta ser conciliador con las fuerzas del orden anglosajonas, resulta ser más elocuente e inquietante que la misma brutalidad de los golpes y las vejaciones. Bigelow captura aquí todo el drama moral de una polarización radical e indisoluble, y lo hace sin concesiones tranquilizadoras. Como una llamada de alerta en esa minada zona de miedo que advierte hoy en la sociedad estadunidense. Su anatomía de una revuelta es, en definitiva, una exploración moral de las nefastas posibilidades del odio.

Se exhibe en la Cineteca Nacional y salas comerciales.

Twitter: @Carlos.Bonfil1