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El presidente en su laberinto
A

lgunos años atrás, Julio Scherer en su libro Los Presidentes describió una extraña enfermedad cercana a la locura que atacaba a los ocupantes de Los Pinos, luego de un tiempo de residir en esa mansión, mencionando los casos particulares de Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez, el primero con dolores agudos de cabeza, provocados por un aneurisma, el segundo atormentado por sus propios crímenes y el tercero desequilibrado en su búsqueda del poder perdido, luego de la terminación de su mandato.

Las fotografías más recientes de Enrique Peña Nieto, durante y después de su viaje a París, en diciembre pasado, para dar una conferencia magistral en el contexto de la reunión de la OCDE sobre cambio climático, lo muestran sonriente e incluso exuberante ante sus éxitos mediáticos y sus extraños volvidos; sin embargo sus acciones, decisiones y expresiones, parecen indicar que está viviendo días de frustración y miedo, acrecentado en las últimas semanas hasta el nivel de terror ante sus evidentes fracasos y las amplia posibilidades de que todo se le salga de control en las próximas semanas; así lo indican las decisiones tomadas recientemente por él, como las que ha dejado de realizar, haciendo caso omiso de los efectos y consecuencias que unas y otras están teniendo y habrán de tener en el acontecer nacional.

Es posible que las fotografías del ex gobernador de Veracruz, Javier N, preso, esposado y drogado, le hayan impactado, considerando que el mismo pueda estar en una situación similar por los actos de corrupción y de traición a la patria que se le puedan imputar, luego del término de su mandato. Esta tesis puede parecer exagerada, sin embargo, al observar los videos de su visita a la Universidad Iberoamericana, en mayo de 2012, uno puede percatarse de su incapacidad, para enfrentar situaciones inesperadas que impliquen algún riesgo, como las que ha tenido en el último año y medio, a partir de la recepción en Los Pinos al señor Donald Trump, entonces candidato a la presidencia de Estados Unidos, cuyos objetivos no pudo explicar en una entrevista que le hizo el director de un diario nacional.

Si analizamos ahora lo que ha sucedido en los últimos meses, preguntándonos a qué se debe que no obstante los niveles de violencia e inseguridad, de corrupción, de ex gobernadores encarcelados y de funcionarios mencionados en escándalos ligados a empresas internacionales, como OHL y Odebrecht, resulta extraño que el país no cuente con un procurador general de la República, con un fiscal general, ni con un coordinador general del Sistema Nacional Anticorrupción. ¿Por qué ninguno de estos funcionarios ha sido nombrado formalmente? Todo apunta a que la crisis se originó de las dificultades de Peña Nieto para lograr que un amigo (carnal) suyo, pudiese ser colocado como fiscal general, para protegerlo a él de cualquier acusación en su contra, de manera similar a lo sucedido con Virgilio Andrade, a quien él nombro como secretario de la Función Pública, con el único fin de arreglar el caso de la Casa Blanca, sin que hasta ahora se hubiese podido encontrar a nadie dispuesto a realizar tal encomienda entre aquellos que cumplen con características afines al cargo, generándole desconcierto y parálisis.

Una vez cerrada esa puerta que le garantizaba la impunidad requerida, la siguiente alternativa para asegurar su futuro era contar con un candidato a la presidencia, que además de deberle el puesto y serle incondicional, le asegurase dos cosas: No estar vinculado el mismo a actos de corrupción y tener un carisma y una imagen que le pudiese convertir en un contrincante electoral creíble, como en su tiempo lo fueron Felipe Calderón y el mismo, de manera que con un fraude electoral razonable fuese posible lograr su imposición, los votos que faltaran para el triunfo serían logrados con los mecanismos ya tradicionales de compra de votos y alteración de resultados con la complicidad de los órgano y autoridades electorales. Cuando se percató que ello era imposible con alguno de sus colaboradores incondicionales, no tuvo más remedio que escoger a José Antonio Meade y de rodear de inmediato a éste con gente de su mayor confianza.

Esta estrategia le falló también a Peña Nieto por varias razones, siendo la más importante el descredito del gobierno ante los engaños, el empobrecimiento, la inseguridad, la corrupción dominante, y la desaparición de 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, además de que el ahora candidato estuviese involucrado directamente en la instrumentación de medidas y proyectos gubernamentales que han afectado a la población, como el Fobaproa establecido por Ernesto Zedillo, así como en la liberación de los precios de la gasolina, causante de los aumentos de precios de los alimentos, ocurridos en los dos últimos años del presente sexenio, de manera que por ahora resulta casi imposible que su candidato pueda lograr una votación relevante.

Como un último recurso, y adelantándose a la muy posible derrota de Meade en las elecciones de Julio, el presidente decidió en algún momento de diciembre pasado, recurrir a una estrategia extrema de auto protección para su futuro: La nueva Ley de Seguridad Interior, que además de legitimar la presencia de las fuerzas armadas en las ciudades y municipios del territorio nacional, le otorgase al presidente, como comandante en jefe de esas fuerzas, la capacidad de violar los derechos constitucionales de la población, para imponer por la fuerza a su candidato y protegerse de una muy posible investigación de sus actos de gobierno, incluida su probable participación en los desvíos de recursos públicos a las campañas políticas de 2016 en varios estados de la República, como ha sido puesta de manifiesto por el actual gobernador de Chihuahua.

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