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Y cuando despertaron, Trump todavía estaba ahí
D

oce meses –el tiempo que lleva en el cargo– le bastaron a Donald Trump para convertirse en el presidente más impopular que ha tenido Estados Unidos en los últimos 72 años. Es cierto que el republicano no ganó la presidencia por medio del voto directo, sino gracias al peculiar sistema comicial de su país, donde el Colegio Electoral desempeña un papel fundamental; pero la diferencia de sufragios que recibió (2.8 millones menos que su opositora Hillary Clinton) no era tan grande como para explicar la desconfianza que los votantes del otro lado de la frontera norte manifiestan ahora por su presidente.

La clave se encuentra en la propia gestión de Trump. En el plano externo, su promesa de volver a hacer de los EU un país grande (que en su retórica significa capaz de dirigir arbitraria y unilateralmente la política mundial) sólo se ha traducido en incidentes diplomáticos, expresiones de rechazo de los más variados organismos internacionales y un aislamiento que se acrecienta con cada ocurrencia del magnate convertido en jefe de Estado. Y en el ámbito doméstico, que es el que interesa a quienes lo votaron y celebraron jubilosamente su triunfo, sus compromisos de cambio no tienen mucha perspectiva de cumplirse por lo menos a corto o mediano plazos. De hecho, más de la mitad de los estadunidenses de todas las orientaciones políticas opinan que la situación interna del país está peor que antes de que Donald Trump se instalara en la Casa Blanca, y no muestra ninguna tendencia a mejorar.

Los más decepcionados se alinean en el bando del Partido Republicano, que es el del presidente. Unos pocos han llegado a mostrarse pública y seriamente preocupados por la salud mental de Trump a raíz de las declaraciones disparatadas u ofensivas que éste ha hecho desde que despacha en el Salón Oval; pero un amplio sector no oculta su frustración por el estancamiento de los planes orientados a modernizar una infraestructura que según ellos está obsoleta por las erráticas negociaciones económicas que la administración lleva en distintos frentes y particularmente por la inestabilidad del equipo presidencial, casi constantemente sometido a toda clase de roces, cambios y relevos.

Varias de las medidas legales y sociales (o más bien antisociales) impulsadas por Donald Trump son también motivo de irritación y descontento aun entre la población nativa de EU, porque no sólo afectan a los grupos para los cuales fueron adoptadas –en especial migrantes de distintos orígenes– sino que afectan negativamente las economías locales de los estados de la frontera sur, y de algunos otros que mantienen activos nexos comerciales con regiones específicas de nuestro país. Además, claro, de lesionar un entramado social y familiar que tiene su propia dinámica transfronteriza.

Hay que decir, desde luego, que algunos indicadores macroeconómicos hablan favorablemente de la gestión de Donald Trump. Se trata de cifras que alimentan un proceso intensivo de concentración del capital, porque las disposiciones fiscales de su administración han propiciado que los ricos se hagan más ricos, fortaleciendo a un sector que constituye la base de apoyo más sólida para el actual gobierno de Washington.

En cambio, la labor de Donald Trump en su primer año de gobierno no colma las expectativas de quienes lo votaron porque estaban disconformes con la política tradicional; la ineficiencia de las instituciones públicas; la prácticamente inexistente movilidad social a partir del trabajo (que en otras épocas constituía uno de los motores del sistema de libre mercado); la cada vez más lejana perspectiva de lograr una vida digna en materia de vivienda, ocupación, salud, educación y seguridad, y el discurso de una democracia puramente formal, donde la única participación del ciudadano consiste en votar periódicamente por opciones que ni siquiera elige.

Como contrapartida, es probable que los 12 meses de Trump en la Casa Blanca representen un logro para quienes lo votaron por sus posturas racistas, xenófobas y partidarias de la exclusión; para quienes, en palabras del politólogo Samuel P. Huntington, todavía ansíen soñar el sueño creado por una sociedad anglo-protestante.

Porque para los demás, que son mayoría, Donald Trump es una calamidad.