Editorial
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Calidad educativa y rendición de cuentas
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a Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) señala, en su más reciente Informe de Seguimiento a la Educación en el Mundo, que como una primera respuesta a las deficiencias que muestran la impartición y la calidad educativas, muchos gobiernos exigen rendir cuentas a las instituciones, a sus administradores y en primer lugar a los docentes, como si los agentes educativos –y únicamente ellos– fueran íntegramente responsables de las insuficiencias del sistema.

Mediante este recurso –apunta el documento, aunque con un lenguaje más técnico y elaborado– se pasa por alto un contexto más amplio y complejo, donde garantizar una educación de calidad, que a la vez sea equitativa e incluyente, se convierte en una empresa colectiva que requiere la coincidencia de múltiples intereses políticos y económicos, porque ni los agentes ni las políticas educativas se encuentran aislados del mundo que los rodea.

No es que el organismo de la ONU desdeñe la rendición de cuentas como método para corregir procesos administrativos deteriorados, sino que le da a este mecanismo su justa dimensión: si quienes son llamados a responder por sus actividades no cuentan con un entorno laboral y social propicio o no están suficientemente bien preparados para cumplir con sus responsabilidades (o ambas cosas, que suelen ir juntas), exigirles que rindan cuentas por su labor es una medida arbitraria y generalmente inútil.

A medida que los sistemas educativos fueron haciéndose más complicados y por ello más difíciles de administrar –relata el equipo que redactó el Informe– las autoridades responsables de los distintos países fueron cambiando de la gestión de insumos a la gestión de resultados, estableciendo indicadores e instrumentos normalizados que permitieran comparar los logros y las fallas de las escuelas y demás instituciones de educación. Pero hacer hincapié en la rendición de cuentas por sí misma es un desacierto: debe constituir, en el mejor de los casos, un medio para alcanzar un fin y no un objetivo último del sistema.

Estas consideraciones vienen a cuento si repasamos las bases de la reforma educativa promulgada en 2013 por el actual gobierno, desde cuyos orígenes (los de la reforma) junto con la rendición de cuentas se concedió especial importancia a una evaluación magisterial pura, descontextualizada, ajena a los rezagos que afectan a un alto porcentaje de las escuelas del país y a la precariedad socioeconómica en que se desenvuelven docentes y alumnos. La idea era establecer una relación directa entre capacidad docente y calidad educativa; pero resultó que la mayoría de los maestros pasaron satisfactoriamente la evaluación, en tanto –según mediciones de las pruebas Pisa, Planea y otras– la mayoría del alumnado seguía sin alcanzar los grados esperados de aprendizaje, evidenciando que el problema de la calidad no era mecánicamente imputable al magisterio.

¿Por dónde pasa, entonces, la solución a dicho problema? Una de las varias recomendaciones contenidas en el documento de la Unesco puede facilitar la respuesta a esta pregunta: la que sugiere a los gobiernos la creación de un espacio para la participación significativa y representativa a fin de suscitar confianza y una comprensión compartida de las respectivas responsabilidades con todos los actores del ámbito de la educación. Es decir, autoridades de gobierno, instituciones autónomas, escuelas, docentes, padres, estudiantes, sociedad civil, sindicatos de docentes, sector privado y organizaciones internacionales. La adopción de medidas provenientes de ese marco, más la asignación de recursos indispensables para el sector educativo, seguramente sería más fructífera que la exigencia de rendir cuentas a secas.