Opinión
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EU contra Venezuela: la normalización de la injerencia
E

n Buenos Aires, donde hizo una de las escalas de su gira por diversos países de América Latina, el secretario de Estado de Estados Unidos, Rex Tillerson, dijo que su gobierno considera la posibilidad de imponer sanciones económicas a las exportaciones petroleras de Venezuela a fin de acelerar el final del gobierno de Nicolás Maduro. Tal medida sería el siguiente paso después de las medidas discriminatorias impuestas por Washington a diversos funcionarios del régimen chavista y de la prohibición de adquirir bonos estatales venezolanos y de la empresa petrolera de propiedad pública PDVSA.

El funcionario estadunidense matizó la posibilidad de sancionar el comercio petrolero del país sudamericano porque ello tendría efectos sobre la población, pero reiteró la exigencia estadunidense de que Venezuela lleve a cabo elecciones que resulten, a juicio del propio Departamento de Estado, libres, justas y verificables.

En todo caso, los ataques verbales contra Caracas, formulados por Tillerson en su gira latinoamericana, incrementan una presión injusta e injustificable sobre el gobierno de Maduro y el proyecto político chavista en general y debilitan la posibilidad de que los propios venezolanos encuentren las vías para superar la prolongada confrontación entre el régimen y los opositores agrupados en la Mesa de Unidad Nacional.

A la luz de esta circunstancia es pertinente constatar cuánto ha avanzado la normalización del intervencionismo estadunidense en el contexto de la derrota de los proyectos soberanistas en diversas naciones del hemisferio, especialmente Brasil y Argentina. Es claro que en el gobierno de Cristina Fernández un funcionario estadunidense no habría tenido margen para atribuirse la facultad de dictar el futuro político de un país latinoamericano o de la región en general, pero en esta ocasión el posicionamiento no encontró la menor oposición de la presidencia de Mauricio Macri. En términos generales, los propios gobiernos de los países visitados –México entre ellos– le han dado pie para la formulación de propósitos ofensivos, impropios y disparatados, como su llamado a Latinoamérica a que no incremente sus relaciones con Rusia y con China.

En el caso de nuestro país, el canciller Luis Videgaray afirmó hace unos días en presencia de su homólogo estadunidense que en Venezuela hay ruptura del orden democrático, una apreciación que pone al gobierno mexicano en sintonía con el proyecto injerencista de Estados Unidos, lo cual es lamentable, porque nuestro país se caracterizó en el pasado por la defensa consistente y consecuente del principio de no intervención como uno de los pilares de la convivencia pacífica internacional.

Lo comentado no guarda relación con simpatías o antipatías políticas en el escenario venezolano; es, en cambio, una cuestión de principios y de legalidad internacional. La adhesión, así sea discursiva, a aventuras intervencionistas como la del Departamento de Estado en el país de Bolívar, no sólo violenta las normas que deben regir las relaciones entre naciones y entre gobiernos sino que debilita de manera inevitable la soberanía propia: cuando un gobierno extranjero se sienta con derecho a meter las manos en asuntos políticos internos, se carecerá de autoridad moral para rechazar tal intromisión.