Opinión
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Para el inventario de Arreola
D

iez meses después de su arribo a México como cónsul general de Chile, Pablo Neruda llegó a Zapotlán el Grande, Jalisco, el 16 de junio de 1942.

La escena parece hecha para un ambicioso guion de cine: en la plaza central de la entonces pequeña ciudad se encuentran acompañando al poeta el ya legendario periodista Francisco Martínez de la Vega y María Asúnsolo, la bella mecenas del arte y la cultura que terminó convirtiéndose en la mujer más retratada al óleo en el siglo XX (la pintaron Siqueiros, Soriano, María Izquierdo, Jesús Guerrero Galván, Raúl Anguiano).

Frente a ellos un joven orador esbelto y emocionado magnetizaba al auditorio recitando los versos de Farewell y el famoso Poema veinte de Neruda.

La capacidad interpretativa de los versos impresionaron tanto al poeta que invitó al joven a ser su secretario personal y a que lo acompañara a la extinta Unión Soviética.

Finalmente el jovencísimo Juan José Arreola no acompañó a Neruda pero se le quedó grabado de manera indeleble el recuerdo de aquella noche.

Después de cenar salieron a caminar por entre las casas y el poeta dijo a la pequeña troupe noctámbula: Aquí las estrellas se pueden tocar con la mano. Nunca había visto a las estrellas sobre los tejados así de grandes, así de luminosas.

Dan cuenta de aquella noche el ejemplar de Canto para Bolívar que Neruda autografió a Arreola, A Juan José Arreola, en recuerdo de una noche de Ponche y de estrellas y también la que le escribió en la modestísima quinta edición publicada por la editorial Tor de Argentina de sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada: A Juan José Arreola con fe en su destino. El poeta de Zapotlán, como lo llamaba Neruda, tenía apenas 23 años.

Sólo dos veces más Arreola vio al poeta. En una visita que hiciera a nuestro país en 1950, y cuando el rector Javier Barros Sierra organizó un recital en la UNAM en honor del autor de Canto general en 1966, cinco años antes de que recibiera el Nobel de Literatura.

Si Arreola fue uno de los grandes muestrarios de la versatilidad: cuentista, novelista, dramaturgo, actor, profesor, lector de poesía, editor, fundador de los talleres de literatura, comentarista y conductor de programas televisivos, director de instituciones culturales, ajedrecista, carpintero, memorioso, como decía Carlos Monsiváis, Arreola también fue un lector de primera, capaz de no perderse en lo que llamaba laberintos ideológicos: frente a los que criticaban la llamada poesía social o comprometida pensaba que la poesía, si lo era, era poesía, ni más, ni menos.

Por eso fue un lector gozoso por igual del Canto de amor a Stalingrado de Neruda y del lado opuesto del espectro político de la obra de un poeta tachado de conservador, Jorge Luis Borges.

Hace unos días a propósito del centenario de Arreola una periodista dijo que algunos de sus cuentos habían sido calificados de misóginos. Me parece que se trata de un comentario desafortunado, provocado por una lectura precaria de su obra.

Podríamos oponer para contrarrestarla sólo uno de los textos del escritor jalisciense: El rinoceronte, el primero de los cuentos de Bestiario, su primer libro no escrito por él sino dictado en unos cuantos días a un amanuense de primera: al joven José Emilio Pacheco, quien tenía entonces 19 años en el remoto año de 1958.

Pacheco escribió ese cuento formidable palabra por palabra, con su pluma sheaffer de tinta verde mientras Arreola se lo dictaba tumbado en un catre con los ojos cubiertos con una almohada.

No me sorprende que Borges haya incluido en su biblioteca personal a Juan José Arreola. No me sorprende porque sus cuentos y novelas están desde siempre en esa biblioteca reservada que no devora la moda y reanudan su viaje en cada una de las lecturas que hacemos de su obra.