Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Recuerdos en una flor

A

isladas unas de otras como gotas de lluvia a punto de caer, apenas perceptibles en el laberinto de calles y avenidas, han comenzado a desprenderse de las jacarandas las flores que adornan su follaje. Con su belleza delicada y efímera, dan a sus copas una tonalidad azul y un aura mágica que vuelve menos sombría la realidad.

Esas flores anuncian la pronta llegada de la Semana Santa. Verlas a todos nos recuerda algo. A mí, los días adustos en el pueblo, las tolvaneras, las calles menos transitadas que en otras épocas del año, los comercios cerrados, el ladrido de los perros solitarios, el quiosco sin música de viento, los tordos parsimoniosos, el redoble severo y puntual de las campanas.

II

Puertas adentro, en las proximidades de la Semana Mayor, durante el día el trajín cotidiano aminoraba y hasta los pequeños detalles nos remitían a la austeridad y al sacrificio: el corredor sin trinos y sin jaulas, las ventanas cerradas, las telas oscuras cegando los espejos, el radio enmudecido con la música por dentro, las caminatas al ritmo de la meditación acerca de los sufrimientos que padeció Jesús para lavarnos de nuestros pecados.

Al anochecer iban llegando a la casa parientes y vecinas. Enlutadas como si asistieran a un velorio, compungidas, silenciosas, permanecían en el corredor hasta que Severa las invitaba a pasar al cuarto de la abuela. Amplio, con el techo muy alto, sus paredes estaban tapizadas de imágenes de santos y retratos como recuerdo de otras tantas ausencias.

En la habitación atestada de muebles desiguales y llena de aire enrarecido, no había más luz que la de una lámpara sorda. Su flama temblorosa iluminaba un Cristo. Frente a Él nos hincábamos para entonar el rosario guiadas por la voz de alguna mujer con prestigio de beata.

El coro de rezanderas se prolongaba durante mucho tiempo, hasta que al fin se oía lejano y melancólico, el silbido del tren rumbo a la capital. En ese momento, después de dar gracias por la hospitalidad, las visitantes se dirigían a la puerta. Las recuerdo en fila, oscuras, caminando despacio, como si llevaran cadenas.

Para agradecer la visita, nos quedábamos en la puerta, escuchando los pasos alejarse en distintas direcciones por calles desiertas y apenas iluminadas. Cuando al fin desaparecía el ruido, el pueblo recobraba la quietud y el silencio propios de la Semana Mayor.

III

En la jornada de sacrificio eran eliminados los afeites, debíamos bañarnos a oscuras y con jabón corriente. También los sabores, dulces o picantes, quedaban prohibidos. La comida insípida y frugal era parte de una penitencia –más impuesta que voluntaria– para disminuir nuestra culpa. ¿De qué? De haber matado a Nuestro Señor, nos decía la abuela sin sombra de duda y sin imaginar el efecto de sus palabras, inmovilizándonos con su mirada implacable, como debe haber sido la de su madre cuando sembró en el alma de su hija la primera noción de culpa.

Semana Santa en el pueblo: silencio, tolvaneras, comercios cerrados, calles vacías, perros dormitando en los quicios, a media noche: aullidos. Alma de Cristo, santifícame... Dentro de tus llagas, escóndeme... En la hora de mi muerte, llámame y mándame ir a Ti...

IV

La culpa era de todos y por lo mismo todos debíamos estar presentes en el Viacrucis, incluidos nuestros locos. Cada año, individualmente, eran adoptados durante un día por una familia que se ocupaba de alimentarlos y renovar las ropas miserables y amorfas con que iban vestidos. Este privilegio era la recompensa anticipada por el servicio que debían prestar durante la escenificación de la Última Cena: perseguir a Judas lanzándole piedras –símbolo de las 33 monedas aborrecibles– e insultándolo con palabras y gestos que, en el asilo donde vivían, eran merecedoras de castigo.

Terminada su participación, los locos eran innecesarios. Además, todo mundo estaba de acuerdo en que el mejor sitio para ellos era el asilo. A pesar de su condición, y tal vez a la sombra de horribles recuerdos deshilvanados, se resistían a volver a su encierro con telarañas y manchas de salitre. Intentaban huir. Imposible permitirles esa otra locura. Sin amenazas ni gritos los cercábamos y luego, presionándolos con disimulo, los conducíamos por el camino que los llevaba a su único destino: el asilo.

Nunca lo visité. Nadie lo hacía y se aconsejaba no pasar frente a la construcción de adobe chaparra, coronada de hierbas silvestres y recorrida por los gatos. Oh buen Jesús, óyeme. Del maligno enemigo, defiéndeme...

Vísperas de la Semana Mayor en el Pueblo: silencio, tolvaneras, austeridad, meditación, sacrificio, culpa, tañidos severos y puntuales, flores de jacaranda cayendo de lo alto de las ramas como una lluvia azul: lo único inocente.