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Las imágenes tatuadas de Guillermo del Toro
S

i la luz del cine es una luz espiritual como quería Salvador Dalí, el cine también es un caleidoscopio para mirar al mundo, una fábrica de imágenes, una fábrica de sueños.

Por eso en las grandes cintas como en los grandes poemas y novelas no hay que entenderlo todo. Más que decir algo nos hacen sentir algo con la fuerza de las imágenes.

Basta pensar en algunas películas para que éstas surjan: el joven a quien le abren los ojos con una especie de pinzas para obligarlo a ver en Naranja mecánica; Chaplin encima de un gigantesco engrane en Tiempos modernos; el ojo cortado por la navaja en Un perro andaluz; o María Félix siguiendo a pie a un Pedro Armendáriz montado a caballo en Enamorada. Imágenes que son metáforas, símbolos, alegorías.

Con La forma del agua, Guillermo del Toro ha acrecentado el universo iconográfico del cine con imágenes indelebles, como la del monstruo cuyas escamas recogen la tradición gráfica de La gran carpa del grabado japonés o la humedad en la habitación de la protagonista que, casi de manera imperceptible, recobra la fuerza de las olas de Kanagawa.

Por cierto, a Del Toro debemos algunas de las imágenes de los monstruos contemporáneos más admirables: El Fauno de El laberinto..., Hellboy y el que aparece en La forma del agua.

Se trata de nuevas versiones de viejos mitos: del fauno de los antiguos romanos, del minotauro griego y de los tritones y sirenas que hace unos meses Discovery Channel quiso desprender del mito tratando de documentar su existencia con un grupo de científicos marinos.

Si La forma del agua es como dice Del Toro una película que mezcla thriller, musical, drama, melodrama, también es un cuento de hadas con una princesa nada común: se masturba en las mañanas antes de ir a trabajar, come huevos duros que ella misma pone a hervir, es muda, trabaja de afanadora y anda por la vida con un aire de Chaplin y de Buster Keaton.

Y así como los detalles técnicos de la cinta para Del Toro son fundamentales (los colores de las habitaciones o la presencia recurrente del agua), los personajes construyen una narrativa sobre lo diferente: la princesa muda, los negros segregados en plena guerra fría, el homosexual viejo condenado a vivir en el clóset, y por supuesto el monstruo, el distinto entre los diferentes. Todos ellos son los que no encuentran su lugar en el mundo aunque le den forma.

La forma del agua también es una metáfora sobre el amor: el agua no tiene forma, el amor tampoco y no necesita de las palabras.