Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

El Fénix

C

on el tiempo se ha ido reduciendo el personal de Pisos, Canceles y Molduras Elegantes (PCME). De los 70 que éramos, sólo la mitad nos salvamos de los sucesivos recortes. A cambio de ese privilegio cubrimos nuestras áreas y las de los despedidos. En esas circunstancias los turnos se han alargado, pero los patrones no aceptan pagarnos horas extras. Si al menos agradecieran el esfuerzo que hacemos con una palabra o un gesto, lamentaríamos menos su despotismo.

A veces me pongo a pensar qué haría si hubiera otro recorte y entro en él. Cualquier cosa, menos suplicarle al jefe de personal que no me echara o presentarme en la empresa a mendigar algún cargo. Siempre que son despedidos, mis compañeros lo hacen. No les dan ni esperanzas, pero vuelven para pedir cartas de recomendación. Cuando las obtienen siguen viniendo bajo el pretexto de saludarnos. En el fondo quieren saber si habrá recontrataciones y cuándo. Su insistencia es muy humillante.

Llega el momento en que se aburren de venir. Por breve tiempo siguen llamándonos por teléfono hasta que al fin desisten. Lo lamento, porque a varios los aprecio de verdad, pero también celebro su ausencia: puede significar que ya encontraron trabajo, aunque no sea tan bueno como el que tenían aquí.

II

El único que me da gusto que nos visite es don Ismael. Lo llamamos don porque tiene unas arrugas muy profundas y un mechón blanco en el pelo que lo hacen verse muy mayor. Cuando entré a la empresa él ya era asistente en contabilidad. Su sueño era convertirse en titular del departamento, y no sólo por razones económicas, sino porque así podría tener un privado, tarjetas de presentación con su nombre y lo que para él simbolizaba el éxito: un portafolios de piel con las siglas de Pisos, Canceles y Molduras Elegantes.

Los patrones con frecuencia nos ponían a Ismael como ejemplo de lo que debe ser un buen empleado. Sin embargo, lo incluyeron en el segundo recorte de personal. Interpretamos esa injusticia como advertencia de que en cualquier momento, más allá de nuestros méritos, podrían despedirnos. El último viernes que Ismael trabajó aquí, el momento en que devolvió su gafete, fue estremecedor.

Pasé el fin de semana imaginándolo en espera de un lunes sin asideros ni destino concreto, asfixiado en su vida doméstica. Podía imaginarla porque una vez don Ismael nos invitó a celebrar su cumpleaños en lo que él llamaba su penthouse: dos cuartos en la azotea de un edificio decrépito en la Doctores.

Para hacer menos inhóspita su vivienda tendió frente a la puerta unos metros de plástico sintético. Sobre el pasto ficticio reinaba un pelícano de terracota.

En cuanto a Mayra, la esposa de Ismael, sigo pensando que sería más agradable si se quitara las dos ondas muy marcadas que lleva sobre la frente para disimular su calvicie y se desprendiera de su actitud infantil y sumisa. La tarde en que Ismael fue despedido, me pregunté si su mujer podría darle el apoyo que él iba a necesitar.

III

Contra lo que todos esperábamos, después de su despido Ismael no volvió a visitarnos. Tampoco llamó por teléfono. Nos esforzamos por ser optimistas. Luisa pensó que tal vez anduviera de mensajero en una notaría, Moisés lo supuso agente de cobranzas en un banco. Yo lo imaginé de empacador en un supermercado. No acertamos.

Después de su prolongada ausencia, don Ismael reapareció en la empresa. Sus objetivos no eran preguntarnos cómo iban las cosas ni enterarse de futuras contrataciones, sino vendernos los relojes, extensibles, plumiles, fundas y cargadores para celular que llevaba perfectamente ordenados en un portafolio recubierto con terciopelo verde. En las tapas del accesorio estaban pegadas sendas etiquetas: El Fénix. Así llamó al negocio ambulante que había emprendido para salvarse de la miseria.

La nueva actividad de don Ismael distaba mucho de sus antiguas aspiraciones; sin embargo, él no parecía derrotado, sino todo lo contrario: animoso, muy seguro y alegre. Esa actitud me hizo verlo rejuvenecido y hasta guapo.

Durante aquella primera visita me preguntó si creía posible que se entrevistara con alguno de los jefes. Le advertí que no iban a abrir nuevas plazas. Dijo que no aspiraba a que lo recontrataran, sino a venderles sus mercancías.

El licenciado Lozano, jefe de almacén, fue el único que accedió a recibirlo en cuanto terminara una junta. Mientras esperaba a que lo llamaran, Ismael se quedó en mi cubículo. En la conversación le pregunté si había pensado en dejar el comercio ambulante. Por el momento no, le iba bien y estaba muy agradecido con su trabajo. ¿De verdad? –insistí–. Dijo que sí. Gracias a su nueva ocupación había cumplido al menos una parte de sus sueños: ser uno de los privilegiados que en esta ciudad lleva un portafolio.

IV

A ciertas horas de los días hábiles, en las avenidas más transitadas, encuentro a muchos hombres y mujeres que caminan balanceando un portafolio. Al verlos me pregunto qué llevarán allí: ¿documentos importantes o simples mercancías para vender en abonos?