Opinión
Ver día anteriorJueves 12 de abril de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
AGENDA JUDICIAL
¿De veras tenemos buenas leyes?
E

l pasado 5 de febrero, durante la ceremonia en que se conmemoran los 101 años de nuestra Constitución, Luis María Aguilar, ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, apuntó que México vive sumido en ríos de ilegalidad. ¿Su explicación?: Que las autoridades no se esmeran en hacer cumplir la ley y que los ciudadanos tampoco están dispuestos a acatarla.

Su diagnóstico es atinado, pero habría que echar un clavado al problema y preguntarnos por qué no se hacen cumplir las leyes… y por qué no se cumplen. Hay varios motivos, cierto, pero el más importante tiene que ver con las propias leyes.

Es un lugar común aseverar que México cuenta con buenas leyes –con magníficas leyes, dicen algunos–, pero que éstas no se aplican. Pero ¿de veras tenemos buenas leyes? No estoy tan seguro. Como lo he escrito en otras ocasiones, temo que muchas de nuestras disposiciones jurídicas son disparatadas. En ocasiones, opuestas, al desarrollo.

Pensemos en las prescripciones que hace el Código Penal para el Distrito Federal (Ciudad de México) en materia de manipulación genética. Si en Estados Unidos, Europa o Japón se clonara a un ser humano, el científico que lo hiciera obtendría un Premio Nobel. En México, hasta seis años de prisión (Art. 154)…

Otras de nuestras leyes son desproporcionadas. Sin salir del Código Penal capitalino, echemos un ojo al abuso sexual: hasta 6 años de prisión al que sin consentimiento de una persona y sin el propósito de llegar a la cópula, ejecute en ella un acto sexual, (art. 176). Si este acto se realiza a bordo de un vehículo particular o de servicio público, la pena se aumenta en dos terceras partes. En suma, hasta 10 años de prisión por dar una nalgada en el metro a una persona.

Hay que recordar que, por sacar un ojo a esa misma persona, la pena máxima sería de 8 años (Art. 130-VI). La indignación es entendible. En una ocasión, pregunté a un juez si él había llegado a imponer el castigo previsto por abuso sexual. Su respuesta no pudo ser más elocuente: Nunca. No me atrevería a volver a verme al espejo si lo hiciera. Me confesó que, en esos casos, hallaba cualquier pifia procesal para no sancionar.

Nuestras leyes son confusas –a quien lo dude le bastaría leer el artículo 54 de nuestra Constitución Política– y buen número de ellas fueron concebidas para legitimar la desigualdad. A la cabeza de ellas, la Fórmula Otero, consagrada en el Art. 107-II de la propia Carta Magna: Las sentencias que se pronuncien en los juicios de amparo sólo se ocuparán de los quejosos que lo hubieren solicitado, limitándose a ampararlos y protegerlos, si procediere, en el caso especial sobre el que verse la demanda.

¿Qué significa lo anterior? Que la misma ley puede ser constitucional para unas personas e inconstitucional para otras. Si yo me amparo y obtengo la protección judicial, puedo portar la marihuana que se me antoje y fumarla en público. Quien no se amparó, irá a prisión por el simple hecho de que se le descubran más de 5 gramos de la hierba, en los términos de la Ley General de Salud. Si yo obtengo un amparo, puedo dejar de pagar un impuesto, lo cual no podrá hacer quien no lo obtenga. Aunque en la escuela aprendimos que todos somos iguales ante la ley, la Constitución desmiente esa enseñanza.

La construcción de un Estado Democrático de Derecho lleva años, como lo demuestra la historia, pero no podemos esperar el éxito si comenzamos por la exigencia de cumplir la ley: hay que empezar por la ley misma.