Opinión
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Secreto 4
A

unque conozco a Luis Porter desde mediados de la década de 1960, apenas ahora lo he leído, medio siglo después de conocernos y, específicamente, gracias a su más reciente publicación, Lecciones a mí mismo, que es un recuento de su vida académica y personal, serio y conmovedor, unas memorias o una autobiografía peculiar que comoquiera que sea, a mí me remontó a mi primera juventud, con recuerdos de Porter de aquella época que hoy me parece adecuado registrar aquí.

Siempre tuve a Porter como arquitecto, cercano por tanto al mundo del arte, los artistas y similares, por ejemplo los escritores, en el que yo también empezaba a abrirme paso. Si él no vivía en los cuartos de azotea o pequeñas viviendas y talleres medio amontonados, construidos a medias, sin un estilo uniforme, más una conglomeración que un conjunto y, sin embargo, moradas y estudios pintorescos, que alineaban y cerraban el pasillo de tierra que se abría detrás de la reja del número 4 de la calle de Secreto, en Chimalistac, detrás del grande y arbolado Parque de Obregón o de La Bombilla, por lo menos ahí lo conocí, cuando con mi hermana y hermanos, alguno de mis primos y hasta alguno de mis tíos, visitábamos a Peter Knigge o a Otis Johnson o incluso a Jorge Manuel y Luisa Durón, o a Julio Labastida, que también anduvo por ahí, como anduvo por ahí Josephine di Lorenzo, la neoyorquina que la agencia UPI envió en 1968 a México a cubrir las Olimpiadas y que además cubrió la entrada del Ejército a la Ciudad Universitaria; y como asimismo anduvo por ahí una hija de Félix Candela, que era mi compañera en la preparatoria del Colegio Madrid, cuya expresión algo ausente y melancólica tengo presente, pero cuyo nombre propio lamentablemente he olvidado. Secreto 4, donde conocí a Porter, era todo un pasaje, todo un callejón, toda una especie de comuna que a nosotros nos parecía sumamente atractiva, como si fuera la representación del tipo de vida que soñábamos con alcanzar cuando, por esto o por aquello, lográramos dejar atrás, al menos físicamente, la vida familiar.

Sin embargo, en la década de 1970 ese mundillo tan singular y tan cargado de ilusiones y espejismos, por muchas razones, diferentes entre sí, se dispersó. Separación de parejas, salidas a estudiar al extranjero, salidas forzadas del país, regresos a países de origen, incluso una muerte violenta, algunos matrimonios, de una u otra manera todos encaminamientos diferentes en la vida, orientaciones o desvíos que determinaron la dispersión. Y lo cierto es que, salvo por un par de encuentros casuales, al principio de la década de 1980, en algún pasillo de una plaza comercial recién inaugurada al suroeste de la ciudad, cerca de la Ciudad Universitaria, no he vuelto a ver a Porter en persona desde entonces, y ha pasado medio siglo, un tiempo en el que, aparte de sus pérdidas, el mundo, y yo en particular, hemos ganado la existencia de las formas de comunicación electrónica que, si no reincorporan físicamente nuestro pasado a nuestro presente, al menos lo reaniman, y que a su modo hacen posible que los sobrevivientes de aquel pasado, nos volvamos a encontrar. En todo caso, así ha sido como un día hace algunos años, Porter me localizó y, desde entonces, así ha sido como nos hemos vuelto a comunicar. De esta manera, además, fue como me fui enterando de que Porter tenía una familia que incluía al menos a un nieto, de que pasó algún fin de año reciente en una casa prácticamente sumida en la nieve, rodeada de árboles cargados de nieve, y bueno, de que su pelo se había ido transformando y ahora había adquirido el color preciso de la nieve. En cuanto a su sonrisa, me atrevo a decir que sigue siendo la misma que recuerdo de la década de 1970. Y, comoquiera que sea, así ha sido como hace un par de meses me enteré de que publicó Lecciones a mí mismo, que le pedí y que me hizo llegar de inmediato.

Los prólogos reafirman mi impresión de Luis Porter como arquitecto, pero además la informan, pues registran los doctorados y especialidades que emprendió después y que lo han sostenido. De las Lecciones a mí mismo destaco, aparte de dos pasajes muy personales y muy literarios, el interés del autor por la educación, y en especial por introducir en todas las carreras universitarias, y como materias comunes y básicas, temas como el del diario, la autobiografía, el dibujo, la música y la expresión corporal.