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¿Qué reveló el debate del 22 de abril?
D

icen que la televisión es un medio cruel, que le aumenta a uno 10 años y 10 kilos. Puede ser. Lo que yo vi el domingo 22 de abril no fue nada parecido a eso. Vi un debate bien organizado por el INE, en el que los aspirantes presidenciales dejaron escapar la oportunidad de presentarse ante los electores, como promotores de soluciones a los grandes y graves problemas del país. Como si no supieran que eso es lo que hacen los candidatos a cargos de elección popular en todo el mundo, los nuestros se comportaron ante las cámaras como torpes pugilistas que se esforzaron por mostrar ante el público su capacidad de pelea; su energía acusatoria; su determinada voluntad de liquidar al adversario a como diera lugar.

Lo que no vimos fue cuánto se han preparado para gobernar a México. Sabemos por Luis Videgaray que el candidato Meade tendría que ser el mejor porque ha sido responsable de tres diferentes secretarías: Energía, Relaciones Exteriores y Hacienda. Claro que no supimos cómo tomar esta información de Videgaray porque luego lo comparó con Calles, y creo que entonces le ganó la risa, como a todos nosotros. Sin embargo, Meade nos ha dejado cavilosos. Era desconcertante que al inicio de cada una de sus intervenciones repitiera su nombre. Me pregunto si es víctima del síndrome del hijo menor a quien se olvidan de recoger en la escuela, o si temía que nos hubiéramos olvidado de él de una ronda a otra de las presentaciones. Este asunto me parece mucho más importante que su agilidad para lanzar patadas voladoras, porque no puede ser presidente de un país como el nuestro una persona a la que uno saluda dos veces en la misma fiesta.

En el debate vimos que Ricardo Anaya tiene muchas ganas de pelear; sabemos que en estos momentos lo hace porque piensa que de eso se trata una campaña presidencial, de que los electores apreciemos la calidad de sus desplantes de karateka cinta negra. Pero también tendría que demostrar que tiene capacidad de entablar un diálogo. Es muy buen monologuista; es el más claro y articulado de los participantes en el debate; no es muy persuasivo porque para eso se necesita llevar en el corazón por lo menos una pasión distinta de la pasión del poder, y ésa, ya sabemos que es de mármol. Sabemos que es cauteloso y quizá algo chicanero; por ejemplo, en su plataforma, en lugar de decir que defiende el derecho a la vida desde la concepción –la fórmula consagrada de los enemigos de la interrupción del embarazo–, habla de la defensa de la vida humana en todas sus etapas y en todas sus formas.

Anaya tendría que habernos demostrado que además de golpear sabe intercambiar ideas, dar opiniones. Nos gustaría saber por qué el capítulo de propuestas de reforma política de su plataforma electoral incluye la libertad religiosa como si este tema fuera un asunto pendiente, y no se hubiera resuelto ya con las reformas a los artículos 24 y 40 de la Constitución.

El domingo 22 vimos a un Andrés Manuel López Obrador cansado de guerra, como la Tereza Batista de Jorge Amado. Vimos cómo le echaron montón, literalmente hablando; pero no hubo ni sombra de la vitalidad que Hugo Chávez desplegó hasta el fin de sus días; o de la insolencia de Nicolás Maduro. Así que no inventen, no es Chávez, ni Maduro; no tiene el don de la oratoria de Fidel, ni la malicia de Perón. A veces hablaba como si fuera el hombre sabio, avezado, probado en las más diversas experiencias del político de masas; pero otras, oíamos a un hombre aburrido de su propio discurso, lo vimos manejar con terror una cartulina que mostraba una gráfica muy sencilla; y comprobamos que no fue el estudiante más destacado de estadística. AMLO recorre a paso lento una campaña presidencial que él insiste en ver como si fuera una línea recta hacia la meta, cuando en realidad es un laberinto que probablemente le reserva algunas sorpresas. Sin embargo, su actitud es la de un elegido que está más allá del voto, como la liebre que creyó que había cruzado la meta y cuando lo hizo se dio cuenta de que la tortuga se había cansado de esperarla en la meta.

En el debate de los candidatos presidenciales que organizó el INE asomó la cabeza Margarita Zavala, una mujer que hace política desde los 16 años, una militante de a deveras; que es también esposa de un compañero de partido, al que está dispuesta a defender con pasión y vehemencia, así como las políticas que puso en práctica el marido, con toda su buena fe y honestidad. ¿Qué debemos pensar? Margarita sugirió que apoyaba la política de seguridad de Felipe Calderón porque es tan panista como él, y esa es la política del partido, como lo confirmó Anaya, o ¿vimos a una mujer enamorada defendiendo el legado de su galán?

De El Bronco no vale la pena ni hablar. Ojalá y el papelón que hizo liquide para siempre esta fantasía de que el norteño es un hombre franco y confiable. En cambio, vimos a un político provinciano, tratando de explotar el estereotipo del norteño, del hombre del campo (pero rico) que dizque porque es franco y honesto se da el lujo de ser vulgar y majadero (además de que tendría que habernos dicho si acaso trató de enseñar a su mamá a leer y escribir) Lo que vimos de este personaje no puede ser mejor que lo que no vimos, y con eso de que la televisión también miente… pues, mejor ni hablar de El Bronco.