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Tierra caliente
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bel Montufar Mendoza fue asesinado el martes pasado en el municipio de Pungarabato, en la Tierra Caliente de Guerrero.

Era candidato del PRI a la diputación local por el distrito 17 y alcalde con licencia de Coyuca de Catalán. Fue hallado sin vida dentro de su camioneta. Pertenecía a una familia de políticos. Era hermano de los delegados de la Segob y de la Profeco.

Como alcalde, la integridad de Montufar Mendoza era resguardada por elementos de la Policía Estatal, pero la seguridad le fue retirada cuando solicitó licencia para convertirse en candidato. Apenas el domingo pasado tuvo que posponer el arranque de su campaña por amenazas en su contra…

Con su muerte, suman 12 aspirantes a un cargo de elección popular ultimados en Guerrero desde el inicio del proceso electoral, en septiembre.

En el mismo periodo, 83 políticos vinculados con las elecciones en curso han sido victimados en el país –según cifras extraoficiales–, entre ellos una veintena de candidatos y 10 presidentes municipales en funciones.

La lista es larga y la realidad escalofriante. Estos hechos, inadmisibles en un país que pretende ser democrático, obligan a encender los focos rojos y a tomar las medidas necesarias que permitan blindar el aparato electoral, garantizar el sufragio efectivo y la seguridad de todos los aspirantes a puestos de elección popular, entre ellos –por supuesto– de quienes aspiran a la Presidencia de México.

En una democracia consolidada bastaría la sola muerte violenta de un candidato para que el Estado, la autoridad y los actores electorales hicieran un alto total para hacer visible semejante atrocidad, condenar enérgicamente el delito y perseguirlo hasta dar castigo a los responsables. Pero en México eso no pasa. Estamos muy lejos aún.

Los homicidios de los candidatos en nuestro país se inscriben en un contexto donde el asesinato, la desaparición forzada, la tortura o la ejecución sumaria forman parte de nuestra putrefacta cotidianidad y donde la fuerza de la costumbre ha terminado por arrebatarnos la capacidad de indignación.

En el marco electoral, donde la contienda política va tomando calor de manera paulatina, conforme avanza, las llamadas campañas negras, las campañas del miedo y la guerra sucia contra un candidato, señaladamente el puntero en las encuestas, no abonan en modo alguno al clima, ya no digamos de civilidad, sino de moderación política que el país requeriría durante las semanas por venir.

Incidentes en apariencia menores como la incitación de un periodista a los usuarios de las redes sociales para atentar contra la integridad de un candidato, y luego la rudeza irracional con que aquél fue linchado mediáticamente por medio de las mismas redes, al grado de ser cesado de sus fuentes de empleo, son muestra de la ligereza con la que se promueve la violencia y de ese malhumor social que se expresa por cualquier canal al alcance.

Otro ejemplo es el reciente enfrentamiento entre las cúpulas empresariales del país y el puntero, atizado de manera irresponsable por ambas partes, y que pudo significar en un descuido la chispa detonante del flamazo.

Pero la crispación, el resentimiento, y el encono, ya no están únicamente en la arena política o en las redes sociales. Se han trasladado a todas partes. A los cafés, a las sobremesas familiares de las comidas dominicales, a los salones de clase o al club deportivo, lugares o situaciones que han sido alcanzadas por el calor de lo electoral y ahora comienzan a fracturar afectos, a romper amistades y a dividir familias. Es algo similar a la contienda de 2006, pero peor.

Parecería éste, por tanto, el momento idóneo para que la autoridad electoral, las instituciones del Estado y el gobierno mexicano, que a fin de cuentas es el responsable de brindar la seguridad a la población y garantizar un clima propicio en periodos de elecciones, hagan un enérgico llamado a la civilidad y tomen las medidas pertinentes para que ni la pasión ni la violencia terminen por desbordarnos.

Hasta donde se tiene noticia, sólo uno de los candidatos a la Presidencia ha accedido a moverse con los cuerpos de seguridad personal que brinda el Estado. Me parece que, en principio, quienes no aceptan el apoyo están en su derecho. Sin embargo, en un escenario tan convulso como el de nuestro país, cabe preguntarse si la seguridad nacional no está por encima de los simples deseos o las comodidades de un aspirante.

Los múltiples homicidios de políticos vinculados a este proceso electoral significan un pésimo precedente para lo que está por venir en la contienda. Apenas el viernes pasado fue victimado otro candidato: Addiel Zermann Miguel, aspirante de Morena a la alcaldía de Tenango del Aire, en el estado de México.

Todos los crímenes referidos no pueden ser vistos como casos aislados. Forman parte de un todo que debe ser atendido de inmediato. Son alertas, son señales de que algo anda mal, que huele feo, que apesta.

Este proceso electoral, muy probablemente ya el más sangriento de la historia, no queremos vivirlo en tierra caliente ni debe tener más candidatos caídos. No queremos otro Abel Montufar ni otro Addiel Zermann… y mucho menos colocarnos ante una reedición de los tiempos aciagos de un Luis Donaldo Colosio.