Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Nube

A

causa del tráfico, la falta de transportes y las constantes dificultades para desplazarse por la ciudad, mi hijo Eduardo empezó a tener problemas para llegar puntual a sus clases en la universidad, muy retirada de la colonia donde vivimos. Un día me anunció que, para evitarse retardos y pérdida de clases, él y otros compañeros habían decidido alquilar un departamento cercano al campus. Con la mudanza ahorraría dinero y, sobre todo, tiempo.

Acepté su decisión y a cambio él prometió venir a visitarme sábados o domingos. La esperanza de verlo me mantenía ilusionada toda la semana. Eso y mi trabajo en la tienda de marcos me ayudaron en buena medida a adaptarme a mi nueva situación.

Eduardo me llamaba los sábados por la noche, a veces para cancelarme su visita dominical. Conozco a mi hijo. Tengo absoluta confianza en él y entendí que cuando no venía era por buenas razones; sin embargo, eso no evitaba que me sintiera frustrada y triste. Para olvidarlo desplegaba una actividad frenética en la casa. Al final me ponía a leer, a escuchar música o entretenerme viendo una película.

Un domingo, durante mis últimas vacaciones, esos recursos no bastaron para liberarme de una sensación de abandono y vacío. Me asaltaron pensamientos morbosos. Tuve miedo de cometer una tontería y huí al parque. Necesitaba ver gente, oír fragmentos de sus conversaciones, su risa.

II

Encontré el parque lleno de ciclistas, vendedores, familias, parejas, grupos de jóvenes que se acercaban al punto donde habitualmente los promotores de la adopción concentran gatos perdidos o abandonados por sus dueños, quienes en algún momento dejaron de verlos como otro miembro de la familia y los consideraron simple carga.

Sin tenerlo planeado crucé por ese punto. Los ladridos, las frases de admiración y las risas de los visitantes despertaron mi curiosidad. Me detuve ante un inmenso perro negro que, echado sobre el pasto, llevaba colgado al pescuezo una cartulina: ¡Adóptame! Ya no quiero que me maltraten.

Una de las promotoras me explicó la horrible historia concentrada en esas pocas palabras: Lo encontramos en la calle, con una pata rota y heridas en el lomo causadas por golpes. Fue difícil acercarnos a él; como tenía miedo nos atacaba, pero al fin una compañera y yo logramos dominarlo. Estuvo en rehabilitación más de dos meses. Ya se encuentra bien. Lo trajimos aquí para ver si alguien lo adopta.

Le dije que me resultaba difícil creer que alguien pudiera ensañarse de ese modo con un animal. Al notar mi emoción la promotora agregó: ¿Por qué no se lo lleva? Es muy noble. Expuse los dos motivos por los que no podía asumir tal compromiso: falta de espacio y mi ignorancia en cuanto al trato con perros. Nunca había tenido uno. Ignoraba sus hábitos y la manera de educarlos.

Seguí caminando y viendo a los animales que jugueteaban mordisqueándose el pescuezo, oliéndose, desplegando un comportamiento causante de alegría y admiración. De pronto, entre un coro de ladridos ensordecedor, escuché un chillido muy leve. Salía de una caja de cartón, donde se encontraba una cachorrita blanca con leves manchas doradas en la pelambre. En las orejas y el hocico eran más intensas, y alrededor de los ojos castaños urdían una especie de mínimo antifaz.

Su fragilidad y belleza me conmovieron. Cedí al deseo de acariciarle la cabeza, y ella me miró agradecida. Con autorización de su cuidadora la levanté. La cachorrita se revolvió entre mis brazos, tratando de recuperar su libertad. Para tranquilizarla le dije lo único que se me ocurrió: No me tengas miedo. Como si me hubiera entendido pasó su lengua, larga y aterciopelada, por mi mejilla.

La está besando. Usted le cae bien, murmuró un hombre muy pálido que había estado contemplando la escena. Secundó su comentario una mujer vestida con ropa primaveral y tocada con un sombrero de ala ancha: “El señor tiene razón: usted le agrada. Y le aseguro que los perros no fingen. ¡Adóptela! No se arrepentirá. Se lo digo por experiencia. Cuando me divorcié me deprimí muchísimo. Vivir sola y no tener con quién hablar es algo que no le deseo a nadie. Volver a la casa donde se pasó años con su pareja y encontrarla vacía es horrible. Se lo dije a Meche, mi vecina, y ella me aconsejó que adoptara un perro. Lo hice, ¡y qué bueno! Larry cambió mi vida. Le cuento mis cosas y sé que me entiende, me acompaña todo el tiempo. Si ahora no lo traigo es porque lo dejé en la peluquería para que lo bañen y lo pongan lindo. Me muero por ir a recogerlo”.

Otras personas contaron experiencias semejantes para convencerme de que adoptara a la cachorrita, pero hice oídos sordos y en cuanto la devolví a su caja ella ocultó la cabeza entre sus patas delanteras y se quedó dormida. Reinicié mi caminata segura de que, al negarme a la adopción, había hecho lo correcto: mi espacio y mi libertad estaban a salvo. En ese momento, sin compromisos con nadie, podía irme adonde quisiera: un restaurante, un centro comercial, un cine o a mi casa. Opté por esto. Cuando abrí la puerta encontré la estancia llena de luz, limpia, ordenada, pero silenciosa y vacía. Recordé el comentario de la dama del sombrero y sin pensarlo más regresé al parque.

III

Desde aquel domingo Nube está conmigo. El proceso de educación ha sido lento, pero efectivo, aunque de vez en cuando mi mascota comete tropelías: me roba un zapato, rasga el periódico mientras lo leo, intenta colgarse de mi falda, ladra si no le comparto de mi pan y a hurtadillas roba el papel sanitario y lo devora. No puedo negar que sus travesuras me divierten y me alegran, pero nada me gusta más que el entusiasmo con que me recibe cuando vuelvo del trabajo o las delicadas caricias que me hace en las manos o en la cara con su lengua húmeda, larga y aterciopelada.

Nube ha crecido. Las manchas en su lomo se han vuelto más intensas. Las veo como soles que iluminan mi casa en los días nublados y también por las noches.