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Valentina Rosendo Cantú: la hora de la justicia
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l 16 de febrero de 2002, un grupo de soldados torturaron sexualmente y violaron a Valentina Rosendo Cantú mientras lavaba la ropa en el riachuelo de la comunidad de Barranca Bejuco, municipio de Acatepec, en el corazón de la Montaña en Guerrero. Luego, el 22 de marzo, tres soldados abusaron sexualmente de Inés Fernández Ortega, en Barranca Tecuani, en Ayutla de los Libres, municipio vecino. Los militares realizaban tareas de “erradicación de enervantes.

Valentina tenía entonces 17 años y una hija, Yenis, de tres meses. Indígena me’phaa, hablaba precariamente español y es parte de una familia de 10 hermanos. Cuando era niña, caminaba a la escuela durante hora y media, sin probar bocado. De regreso a casa subía la Montaña durante dos horas. A los 13 años terminó la primaria. Mientras estudiaba, trabajaba en el campo. Aprendió a sembrar calabaza y frijol y a cortar la flor de jamaica. Se fue a Chilpancingo durante año y medio con una prima a estudiar y trabajar, pero tuvo que regresar a su pueblo a ayudar a su mamá. Allí supo lo que era la discriminación.

En distintos momentos y foros, Valentina denunció cómo fue violada por los militares ese 16 de febrero. Los militares pertenecían al 41 batallón de infantería en Guerrero y llevaban detenida a una persona. “Estaba lavando –narra– cuando vinieron los guachos. Venían cuatro y atrás de ellos otros cuatro. Me preguntaron que qué hacía. Yo les dije: ‘estoy lavando’, pero con miedo. No soy de Barranca de Guadalupe, les dije. Me casé con un chavo de allá. Luego me preguntaron por encapuchados. Uno sacó una fotografía, me preguntó si conocía a ese señor, les dije que no. Después vi que sacó una lista de nombres, todos eran de Barranca Bejuco. Estaba lavando cuando me rodearon. Me golpearon con arma; les dije: ‘no conozco a esa gente’. Me agarraron y me golpearon y me caí; me pegué con piedra. Me golpearon; me paré; me jalaron de los cabellos y ahí fue cuando me violaron”.

Entre sollozos, Valentina corrió semidesnuda hacia el pueblo. Al llegar a la casa de sus suegros, se refugió en los brazos de su cuñada. Buscó ayuda médica en el centro de salud más cercano. No la quisieron atender por temor a los soldados. Le dieron cuatro aspirinas y la mandaron a su casa. Caminó ocho horas hasta Ayutla de los Libres, pero no la atendieron porque no tenía cita. Los agentes del Ministerio Público tardaron un mes en revisarla médicamente porque no tenían personal especializado.

El ultraje a Valentina no fue una ocurrencia de un grupo de soldados o un hecho aislado. Forma parte de las agresiones que las comunidades me’phaa y na’savi de la Montaña y la Costa Chica de Guerrero han sufrido a raíz de la militarización de sus territorios desde 1994, heredera de la guerra sucia de la década de los años 70 del siglo pasado. Aunque oficialmente los soldados están en la región para hacer labor social de combate a la pobreza, dar atención médica, arreglar radios y televisores, cortar el pelo y pintar escuelas, en los hechos funcionan como fuerza de ocupación.

La lista de agresiones castrenses a la población civil es enorme. En 1994 la indígena Teresa de Jesús Catarina y otras cuatro mujeres fueron violadas por militares. En 1998, una brigada médica de la Secretaría de Salud esterilizó con engaños a 30 indígenas de La Fátima, Ojo de Agua, Ocotlán y el Camalote. En 1998, 10 personas fueron masacradas por el Ejército en El Charco.

Como ha explicado Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, esta violación sexual se enmarca dentro de la operación Az­teca 21 que diseñó el Ejército desde la 35 Zona Militar, designando al 41 batallón de infantería para que se abocara a la erradicación de plantíos de amapola y a la aplicación de la ley federal de armas de fuego y explosivos. Este operativo comenzó en Barranca Piña, municipio de Acatepec. Posteriormente cambió de mando. Se sabe que el 14 de febrero de 2002, en el crucero de Pascala del Oro, detuvieron a un civil de quien nunca se supo ni su paradero ni su identidad. Esta información, proporcionada por el Ejército, coincide con el testimonio de Valentina, quien habla de un civil que llevaban amarrado cuando la agredieron y que fue testigo de la violación sexual.

Además del ultraje físico, Valentina sufrió el estigma de la comunidad, el abandono de su esposo, la vergüenza y la cerrazón de las autoridades mexicanas para esclarecer su caso y castigar a los culpables. Por si fuera poco, ha sido víctima también de amenazas, agresiones y hostigamiento por parte de agentes gubernamentales. Ha estado sujeta a vigilancia. Su vida, la de su hija y la de sus padres han estado en peligro.

Pero a ella no le ha importado. Indoblegable, fiel a sus principios, ha seguido adelante. Ante la falta de garantías para acceder a la justicia en México, Valentina acudió ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que determinó remitir su caso (y el de Inés) ante la Corte Interamericana. Finalmente, en agosto de 2010, la corte emitió una sentencia en contra del Estado mexicano en la que señaló que había quedado plenamente probado que había sido víctima de graves violaciones de derechos humanos –incluida tortura sexual– en un contexto marcado por la pobreza, la discriminación y lo que el tribunal denominó violencia institucional castrense.

Como parte de una de las medidas de reparación del daño de esta resolución, la corte determinó que el proceso contra los responsables fuera llevado ante los tribunales civiles y no ante la justicia militar. Ahora, a 16 años de la agresión contra Valentina, está a punto de emitirse una sentencia por la vía civil contra los perpetradores del crimen. Una sentencia que debe ser condenatoria para lograr la justicia que por tantos años ha luchado. Una sentencia que evidencia el enorme daño que a la región y a la sociedad mexicana le ha provocado la militarización. Una sentencia que debe evitar que barbaridades así se sigan cometiendo.

Twitter: @lhan55