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Sedes mundialistas, prototipo del despilfarro

Construirlas y remozarlas fue blanco de severas críticas, debido a que el gasto resultó 20 veces más elevado de lo estimado

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▲ Los contratos para las edificaciones fueron otorgados, a dedo, por el Kremlin a multimillonarios amigos del presidente Putin.Foto Ap
Corresponsal/ III
Periódico La Jornada
Miércoles 13 de junio de 2018, p. 4

Moscú

Quien tenga la oportunidad –y por supuesto el dinero para comprar los boletos– de asistir a unos de los 12 estadios, tres remozados y nueve construidos desde cero, que serán escenario de los enfrentamientos durante este mundial, seguramente quedará maravillado por su impresionante semblante arquitectónico y funcionalidad, sobre todo si gana su equipo y pasa a la siguiente ronda.

Los rusos, y no porque los chamanes de Siberia predigan que su selección no va a llegar muy lejos, quizás no estén tan de acuerdo con la impresión de un visitante foráneo que no paga impuestos en Rusia. Tienen motivos de sobra para criticar que esas moles de cemento, que en nada se diferencian de las que hay en otros países, aquí hayan resultado unas 20 veces más costosas.

Millonarios ingresos

El prototipo de ese despilfarro –fuente de los multimillonarios ingresos de los consorcios que recibieron del Kremlin, a dedo, el encargo de construir o modernizar los recintos deportivos, aeropuertos, carreteras, hoteles y demás componentes de la logística mundialista– es el estadio Krestovsky, en San Petersburgo, ciudad natal del presidente de Rusia, Vladimir Putin.

Estrenado por fin como Zenit Arena o estadio de San Petersburgo el año pasado, empezó a construirse en 2007 y, 10 años después, con un presupuesto inicial de 112 millones de dólares, terminó costando mil 400 millones de billetes verdes. Casi nada, si se compara con los 51 mil millones de dólares en 2014 que gastó Rusia para organizar los Juegos Olímpicos de Invierno en Sochi, un balneario con clima tropical en la costa del mar Negro.

Este estadio, formalmente, es la casa del club de futbol Zenit, que a su vez, legalmente, pertenece a Gazprom, monopolio estatal del combustible azul, el cual, en realidad, es la gran caja chica del Kremlin, que dispone de sus ganancias como le viene en gana.

Un ejemplo: Gerhard Schroeder, ex canciller federal de Alemania y amigo personal de Putin, cobra –según trascendió y se publicó en la prensa rusa– algo así como 25 mil euros mensuales como cabildero principal de uno de los gasoductos que se construyen para transportar el gas ruso a Europa, sin pasar por Ucrania. Además, también saca algún dinerito en calidad de presidente del consejo de administración de la petrolera Rosneft y desde niño le va a un equipo ahora segundón de la Bundesliga, el Schalke-04, motivo por el cual el logotipo de Gazprom, desde hace 12 años, engalana su camiseta por la módica suma de 33 millones de euros por temporada.

Gazprom encargó la construcción del estadio de San Petersburgo a uno de los más grandes holdings de la construcción de Rusia, Transstroi, cuando pertenecía de hecho al magnate Oleg Deripaska, ahora afectado por las más recientes sanciones de Estados Unidos, que en diciembre de 2014 vendió sus acciones al empresario Yegor Andreyev, su compañero de estudios en la universidad y actual accionista mayoritario.

Transstroi, quien ya se había despachado con la cuchara gorda con las obras para los Juegos Olímpícos de Invierno en Sochi, obtuvo varios jugosos contratos en materia de infraestructura para el mundial, entre otros los aeropuertos Sheremetievo (una de las terminales) y Vnukovo de Moscú y el de Sochi, pero no pudo terminar el oneroso estadio en San Petersburgo y, tras salir a la luz varios escándalos de auténtico saqueo por parte de sus directivos, tuvo que ceder en el verano de 2016 la obra a otra compañía, Metrostroi, que con 400 millones más la concluyó sin problemas.

En contraste, el estadio Luzhniki, escenario de encuentros relevantes como el partido inaugural, una semifinal y la final, aparte de otros partidos en distintas fases y uno especialmente esperado por los paisanos que ya llegaron a Rusia, el debut de México contra Alemania en el Grupo F, quedó renovado por completo y sin sobresaltos de última hora, aunque como todos costó una millonada.

Entre colegas

Se encargó de la obra el Mosinzhproyekt, compañía cuyas acciones pertenecen al ciento por ciento –gracias a los contribuyentes capitalinos– a la alcaldía de Moscú, feudo de Serguei Sobianin, mientras el Kazan Arena, el Samara Arena y el Mordovia Arena quedaron en manos de uno de los hombres más ricos de Tatarstán, Ravil Ziganshin, quien también es diputado por el partido oficialista Rusia Unida.

El multimillonario Guennadi Timchenko, colega de Putin en la estación del KGB en Dresde, Alemania del Este, consiguió para su compañía Stroitransgas los contratos para construir dos estadios, el de Volvogrado y el de Nizhni Novgorod. Timchenko empezó a hacer su fortuna como socio de Gunvor, comercializadora de petróleo que por indicaciones del Kremlin, según las malas lenguas, llegó a vender una tercera parte de todo el oro negro que extraían las petroleras rusas. Otro socio de sus tres propietarios era Guennadi Kolbin, amigo de la infancia de Putin.

Uno de los mayores contratistas de Gazprom, Arkadi Rotenberg, compañero de Putin en la escuela de judo, invirtió sus ahorros en otra de las terminales del aeropuerto Sheremetievo, mientras el magnate Viktor Vekselberg, también muy cercano al titular del Kremlin, se encargó de modernizar los aeropuertos de Ninzhni Novgorod, Samara y Yekaterimburgo, así como de levantar un nuevo en Rostov del Don.

Ahí, en la llamada puerta rusa del Cáucaso del norte, el dueño de Crocus International, Agas Agalarov, se hizo cargo de la construcción del Rostov Arena y, en el extremo más occidental de Rusia, el enclave de Kaliningrado, de la Arena del Báltico.

Agalarov, azerbaiyano afincado en la capital rusa, trajo a Moscú al actual inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump, cuando era un exitoso vendedor de bienes raíces y se divertía como propietario de la franquicia del concurso de Miss Universo. Hablaron de construir juntos un rascacielos cerca del Kremlin y, al parecer, no se pusieron de acuerdo en los términos.

Otros multimillonarios participaron también en el negocio de la construcción mundialista: a Dimitri Pumpiansky, con su grupo Sinara-Development, le tocó el Yekaterimburg Arena, al tiempo que Leonid Fedun, accionista de la petrolera Lukoil y dueño del Spartak de Moscú, puso 550 millones de dólares de su bolsillo para tener un nuevo estadio, y los herederos de Mijail Rudiak, quien falleció en 2007, al frente de la empresa familiar, Ingeokom, edificaron el estadio Fisht en Sochi, inaugurado hace cuatro años.

Conatos de huelga

Hubo fuertes críticas por la falta de pago a los obreros, incluso varios conatos de huelga, en su mayoría migrantes de las repúblicas ex soviéticas y muchos albañiles que vinieron desde Turquía, siguiendo la amoral máxima de algún prócer del capitalismo de que para hacer dinero hace falta contratar a quien trabaje más y cobre menos.

De acuerdo con la prensa local, el robo del dinero de los contribuyentes rusos llegó a convertirse en un fenómeno generalizado por la nociva práctica del otkat (reflujo), como aquí se llama la manía que tienen los beneficiarios de los contratos de agasajar con insultantes comisiones ilegales a sus valedores, los funcionarios del gobierno.

Y para demostrar que el combate a la corrupción es un compromiso firme, de vez en cuando se somete a juicio a pequeños subcontratistas como sucedió con uno de la Arena del Báltico, en Kaliningrado, acusado de desaparecer, con más habilidad que un mago del circo de Moscú, 500 millones de rublos o, al cambio oficial, más de 8 millones de dólares.

Eso sí, justo es reconocerlo, los estadios del mundial están a todo dar.