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Anthony Bourdain: pensar en el suicidio
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llí estoy yo el otro día leyendo la noticia del suicidio de Anthony Bourdain (1956-2018), chef, autor y estrella global de televisión. La semana pasada se ahorcó en un hotel en Francia donde filmaba otro capítulo de uno de sus programas. Un pedazo de hombre. Más de 1.90, macizo. Sé que me fijo en lo raro, pero de repente pensé en la cuestión técnica de lo ocurrido.

Luego volqué a los estantes para ver a todos mis suicidas. No tienen su propia sección, pero los ubico bien a todos. Y a sus historias. Distintas. Igualmente complicadas. Con un solo vistazo hago un pase de lista:

Benjamin, Walter. Presente (un puñado de tabletas de morfina).

Borowski, Tadeusz. Presente (un horno de gas en la cocina).

Hrabal, Bohumil. Presente (la ventana de un hospital, quinto piso).

Márai, Sándor. Presente (un disparo en la cabeza).

Mayakovski, Vladimir. Presente (un disparo en el corazón).

Toller. Ernst, Presente (un pedazo de cuerda en un hotel).

Zweig, Stefan. Presente (un vaso de veneno, y otro para su compañera).

Bourdain, Anthony. ¡Bourdain...! No está. Debería. Aunque más bien de otro orden, también ha sido un extraordinario contador de historias. Su Kitchen confidential (2000), que narra los secretos sucios de la industria restaurantera y que lo hizo famoso, bien podría estar por allí.

Claramente, Bourdain era parte –e incluso producto– de la industria de entretenimiento, pero a la vez un raro y valioso ejemplo de una estrella que sabía de qué lado estaba ( The Jacobin, 11/6/18): con los oprimidos, solidarizándose con los de abajo, dándole voz a la gente común. Alguien que aprovechándose de sus privilegios, pero sin fijarse en sus intereses más inmediatos, se deleitaba en fustigar la hipocresía de los de arriba.

Bueno, sí... Allí estuvo una vez ensalzando a Obama. Comiéndose unos fideos y tomándose una chela helada en Vietnam con este criminal de guerra para una oportunidad de foto que mostraba “su lado cool”.

Pero lo que dijo de Kissinger, este archicriminal de guerra –y el gurú de Barack O.–, que si alguien veía lo que hizo en Camboya no habría podido dejar de golpear hasta la muerte con las manos desnudas a este cabrón asesino ( A cook’s tour, 2002, p. 162), lo compensa con creces.

Una vez dijo que si pudiera matar a algún líder mundial sería justamente a él. A la pregunta de qué le habría servido a Trump en la cumbre con Kim contestó: cicuta.

Por otro lado, defendía a los trabajadores de las cocinas, en su mayoría migrantes latinos. Desmitificaba al Medio Oriente. Si alguien no leía, por ejemplo, a Robert Fisk, Bourdain era su chance de entender mejor a la región.

La más grande tragedia que el mundo le trajo a los palestinos, fue su deshumanización, dijo hace unos años. Para contrarrestarla mostró en Parts unknown (2013) a los habitantes de los territorios ocupados como seres normales que cocinan, comen y cultivan sus alimentos. Dijeron que legitimaba al terrorismo.

Se quedó aterrado por las condiciones en Gaza y su sufrimiento generado por el sádico bloqueo israelí que desde hace unos años –si ya hablamos sobre el tema– está detrás de una espantosa ola de suicidios allá, sobre todo entre los jóvenes.

Lean la historia de Mohanned Younis, un joven escritor que se quitó la vida agobiado por el sitio, la falta de perspectivas y las periódicas masacres a manos de Israel ( The Guardian, 18/5/18) y se les partirá el corazón.

Después de años de ser parte de la cultura machista y misógina (véase: Kitchen...) –lo que igual daba un toque adicional a su voz– empezó a denunciar los abusos en el mundo restaurantero. Se sumó a #MeeToo.

Apoyó a su compañera, Asia Argento, una actriz violada hace años por el nefasto Harvey Weinstein. Y aprendía de ella. De Hillary Clinton que defendía a Weinstein ( money, money, money...) dijo que era una sinvergüenza.

Allí estoy yo finalmente pensando en mi propia depresión –al parecer un motivo detrás de la muerte de Bourdain– una enfermedad que poco a poco va consumiendo a uno desde adentro.

No para idealizar su muerte o alabar su solución. Para ir conteniendo mis propias tendencias autodestructivas. La práctica de ir dejando cosas y gente. De ir haciéndose daño a sí mismo y a los que están cerca (como a la persona que más amaba y que estuvo allí, pero que igual no lo veía todo ni podía alivianar un desesperante e indescriptible sentido de la soledad).

Así, el mensaje de despedida de Asia con Anthony era emotivo, pero denotaba una distancia imposible de cruzar.

Allí estoy yo recordando cómo por meses me quedé cautivado por un particular y oscuro detalle: un gancho que descubrí entre las vigas de la casa. Sólido, de acero, bien colocado. Aguantaría a un hombre de 1.90, pensaba ( sic)...Tal vez –hasta ahora lo estoy viendo– el haberse obsesionado por el lado técnico de todo esto me salvó. Fue lo que hizo que no lo hiciera (tal como lo hace ahora pensar en mis suicidas o en Bourdain y sus suertes quizás evitables).

Ya lo dijo Cioran: si no fuera por la idea del suicidio, ya hace mucho me habría quitado la vida.

*Periodista polaco