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El México de Jesse Fernández
D

e viaje en el tiempo mexicano, tiempo de tumbas y abismos, de baile y carcajada que se ríe de la muerte, podría calificarse la magnífica exposición de fotografía de Jesse Fernández (1925-1986), recién inaugurada en el Instituto Cultural de México en París.

Personaje de la embrujadora novela de Guillermo Cabrera Infante Tres tristes tigres, Jesse era al mismo tiempo cubano hasta la punta de las uñas y un auténtico viajero, peregrino en busca de lo desconocido, nómada asombrado por sus encuentros, errante detenido por el hechizo del lugar por donde pasa; Jesse atrapó enigmas y revelaciones con su Leica de una ciudad a otra.

Si Jesse Fernández fotografió turistas en La Habana nocturna anterior a la revolución, no tenía nada de turista: pasaba largas temporadas en los lugares adonde iba. Nacido en Cuba, a los siete años parte con su madre a Asturias, de donde vuelven cuando la guerra de España. Dotado para la pintura y el dibujo,cursó estudios en la Academia de Bellas Artes de La Habana. Sigue sus estudios con Grosz y Dickinson en Nueva York.

Jesse no abandonó el dibujo, pero su trabajo en una agencia publicitaria en Colombia lo llevó a sentir la fascinación de la fotografía, ese arte que, según Salvador Elizondo, es el congelamiento de la luz. Sombras y luces detenidas en un instante permanente.

En un dibujo que Jesse me regaló, no pude dejar de observar su inclinación por las calaveras, las momias, los cráneos. Si bien publicará Las momias de Palermo, sus dibujos poseen más de un dejo de la cultura mexicana de la muerte.

En 1957, Jesse llega a México enviado por la revista Life. Son los años de optimismo y progreso de una nación decidida a modernizarse. El dinero fluye y los proyectos urbanos abundan. Fernández cae bajo el encanto de la vida mexicana con todas sus contradicciones: conviven aspiraciones modernistas y añoranzas de tradiciones prehispánicas, acaparamiento de capitales financieros y revueltas campesinas, huelgas obreras. Desgarramiento social, búsqueda de la identidad mexicana. Tradición de la ruptura y ruptura de la tradición, diría acertadamente Octavio Paz, visionario autor de El laberinto de la soledad (1950), donde nos ofrece los perfiles del hombre en México a continuación de Samuel Ramos.

Polifacético y abierto a encuentros y descubrimientos, Jesse fotografía vagabundos y teporochos en las sórdidas noches de la ciudad, los ‘‘personajes del alba” tan desgarradores como su ‘‘muchacha ebria” de Efraín Huerta. Las figuras conmovedoras de los niños que Buñuel captó en Los olvidados e imágenes de las siluetas de una clase media en ascenso que bebe Coca-Cola para sentirse moderna son captadas por la Leica de Jesse. Las caras arrogantes de los nuevos ricos salidos de una revolución traicionada no escapan a su cámara.

Amiguero, no en vano Jesse supo utilizar sus dones en la vieja Habana de cabarets para atrapar la clientela en la calle; conoce y hace amistad con personajes de la pintura, el cine, la literatura, el baile. Fotografías tomadas con la luz natural, sin artificios, en su medio natural, de acuerdo con su principio: ‘‘La foto es un estado de espíritu”, acaso un eco de la frase de Leonardo: ‘‘La pintura es cosa mental”.

La actual exposición presenta reveladoras fotos de la esencia íntima de Tongolele o el Indio Fernández. Igual de Siqueiros, Roberto Matta, Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, José Luis Cuevas o Juan Soriano y tantos otros creadores.

En 1959, Jesse es invitado por Cabrera Infante, de parte de Fidel, a convertirse en su fotógrafo. Entusiasmado, acepta. Una noche, me cuenta, dedicado a revelar fotos, me detuve a mirar las personas que aparecían al lado del líder: zutano, mengano, todos muertos. Me cagué de miedo. Al día siguiente dejé caer mi cámara desde el helicóptero, pedí permiso para comprar otra en Estados Unidos, no volví. Ahí quedaron todos mis archivos, chica, pero seguí vivo.

Como su mirada sigue viviendo en sus fotos.