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El G–7: un deceso que hay que celebrar
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na institución conocida como G-7 sostuvo su reunión anual entre el 12 y el 13 de junio de 2018 en Charlesvoix, Quebec, Canadá. El presidente Donald Trump asistió al principio, pero se fue pronto. Debido a que los puntos de vista en ambos lados eran tan incompatibles, el Grupo de los Seis miembros restantes negoció con Trump la publicación de su acostumbrada declaración conjunta, que resultó bastante anodina. Trump se arrepintió y se negó a firmar cualquier declaración. Entonces, los Seis redactaron una declaración que reflejara sus puntos de vista. Trump se enojó e insultó a los protagonistas de la firma del documento.

La prensa mundial interpretó esto como un desaire político recíproco por parte de Trump y de los otros seis jefes de Estado que asistieron. Casi todos los comentaristas argumentaron también que esta batalla política indicaba el fin del G-7 como actor significativo en la política mundial.

Pero, ¿qué es el G-7? ¿Quién inventó la idea y con qué propósito? Nada es menos claro. El nombre de la institución misma ha cambiado constantemente, conforme el número de los miembros varía. Y muchos argumentan que han emergido agrupaciones más importantes, como aquella del G-20 o el G-2. También está la Organización de Cooperación de Shangai, que se fundó en oposición al G-7 y excluye tanto a Estados Unidos como a los países de Europa occidental.

La primera clave de los orígenes del G-7 como concepto es la fecha del nacimiento de la idea del G-7. Fue a principios de la década de 1970. Antes de ese tiempo no había institución alguna en la que Estados Unidos jugara un papel de participante al parejo que las otras naciones.

Recuerden que al final de la Segunda Guerra Mundial y hasta los años 60, Estados Unidos había sido la potencia hegemónica del moderno sistema-mundo. Invitó a reuniones internacionales a quien quiso, por sus propias razones. El propósito de tales reuniones fue primordialmente implementar políticas que Estados Unidos pensaba eran útiles o acertadas –para sí mismo.

Hacia la década de 1960, Estados Unidos ya no pudo actuar de ese modo tan arbitrario. Comenzó a haber resistencia a sus arreglos unilaterales. Esta resistencia fue la evidencia de que había comenzado la decadencia de Estados Unidos como potencia hegemónica.

Por tanto, para retener su papel central, Estados Unidos cambió su estrategia. Buscó modos en que pudiera ralentizar esta decadencia. Uno de los modos fue ofrecer a ciertas potencias industrializadas importantes el estatus de socio en la toma de decisiones mundiales. Esto tendría que negociarse. A cambio de la promoción del estatus de los socios, éstos accederían a limitar el grado en que pudieran alejarse de las políticas que Estados Unidos prefería.

Se podría argumentar, por tanto, que la idea del G-7 fue algo inventado por Estados Unidos como parte de su nuevo arreglo de asociaciones. Por otra parte, un momento clave en el desarrollo histórico de la idea del G-7 fue el momento de la primera cumbre anual de los líderes máximos, a diferencia de las reuniones de figuras de menor categoría como los ministros de Finanzas. Esta iniciativa no vino de Estados Unidos, sino de Francia.

Fue Valéry Giscard d’Estaing, entonces presidente francés, quien convino la primera reunión anual de líderes máximos en Rambouillet, Francia, en 1975. ¿Por qué pensó él que fuera tan importante una reunión de líderes máximos? Una posible explicación fue que él se percató de que éste era un modo de limitar aún más el poder de Estados Unidos. Enfrentado con otros líderes, cada uno con diferentes prioridades, Estados Unidos tendría que constreñirse a negociar. Y dado que eran los líderes principales quienes firmaban el acuerdo, sería más difícil para alguno de ellos repudiarlo después.

Rambouillet fue el inicio de una lucha entre Estados Unidos y varias potencias europeas (pero en especial Francia) respecto de todos los asuntos importantes del mundo. Fue una lucha en la que Estados Unidos hizo menos y lo hizo menos bien. Tuvo un rechazo serio en 2003 cuando no pudo, por primera vez en la historia, obtener siquiera una mayoría de votos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas cuando ocurrió la votación en torno a la invasión de Irak por parte de Estados Unidos. Y este año en Charlesvoix fue incapaz siquiera de acordar una declaración conjunta banal con los otros seis miembros del G-7.

Para todo propósito e intenciones, el G-7 está acabado. Pero ¿debemos lamentarnos? La lucha por el poder entre Estados Unidos y los otros era básicamente una lucha por la primacía de la opresión hacia el resto de las naciones del mundo. ¿Estarían mejor estos poderes más pequeños si ganara el modo europeo? ¿Acaso los animales pequeños se preocupan por elegir qué elefante los va a atropellar? Creo que no.

¡Todos alaban Charlevoix! Trump tal vez nos hizo a todos el favor de destruir este importante último remanente de la era de la dominación occidental del sistema-mundo. Por supuesto, el deceso del G-7 no significará que la lucha por un mundo mejor haya terminado. Para nada. Aquellos que respaldan un sistema de explotación y jerarquía simplemente buscarán otras formas de seguir haciéndolo.

Esto me retorna a lo que hoy es un asunto central. Estamos en una crisis estructural del sistema-mundo moderno. Una batalla que está en curso por ver qué versión de un sistema sucesor habremos de atestiguar. Todo es muy volátil por el momento. Cada lado está arriba un día, y abajo el siguiente día. En algún sentido somos afortunados de que Donald Trump sea tan necio como para herir a su propio bando con tal golpe masivo. Pero no vitoreemos a Justin Trudeau o a Emmanuel Macron, cuya versión más inteligente de la opresión combate a Trump.

Traducción: Ramón Vera-Herrera

© Immanuel Wallerstein