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La hora de decidir
S

istema de protección social universal e ingreso básico; salario digno y libertad de acción para el trabajo organizado; más seguridad y justicia... Estos puntos nodales de la agenda nacional deberían llevar a los principales partidos a aceptar la necesidad de un consenso nacional en torno a la economía para volverla economía social y política.

La pulverización de la producción, no sólo en el campo sino en las ciudades y la industria, conforma un panorama inexpugnable. La actividad productiva y sus correlatos en los servicios y el comercio, parece haber pasado a un estado larvario. Al mismo tiempo, la desigualdad económica se despliega en un consumo dinámico de bienes durables y hasta hace poco en autos y similares y engaña a no pocos. Los malls se ven repletos y confirman aquella profecía de Alejandra Moreno de que esos complejos devendrían los sucedáneos de una inexistente plaza pública.

Dos parejas de desafíos definen nuestros dilemas. Por un lado, corrupción e inseguridad; por otro, crecimiento insatisfactorio y aguda e impasible desigualdad combinada con pobreza masiva.

La cuestión social de hoy sigue muy parecida a la de los inicios de la construcción nacional. Una problemática que llevó a Morelos a postular los sentimientos de la nación y años después a Ignacio Ramírez a preguntarse ¿qué hacemos con los pobres? Más de un siglo después, Julieta Campos, al rememorar sus labores redentoras en Tabasco, se hizo la misma pregunta.

Rumbo al fin del siglo XX, el presidente Salinas propuso hacer de la solidaridad un valor moderno y una variable del quehacer estatal para la justicia social. Su programa fue arrollado por el litigio de las elites del poder desatado por una sucesión presidencial marcada por la violencia y el magnicidio. La pobreza mantuvo su presencia, pese a las propuestas de política social articuladas por las esquivas y a veces equívocas nociones del capital humano.

Nunca habíamos estudiado y sabido tanto del asunto; la parafernalia metodológica con que contamos en Coneval e Inegi no tiene parangón. Tanto e informado saber nos obliga a admitir que nunca se había hecho tan poco, a pesar de los millones invertidos en los programas antipobreza y de desarrollo social.

Debería ya estar claro que sin crecimiento económico no habrá correctivo social. Sin avanzar en el frente económico no habrá avance sustantivo en el de la igualdad y la protección de los más débiles. Es probable que desde esta funesta matriz emanen algunos de los vectores que llevan a muchos jóvenes a las filas del crimen organizado; anomia que devasta conductas y hace surgir del subsuelo escalofriante barbarie, sufrida y actuada por los mismos jóvenes. Así, se mina la cantera del futuro nacional y el país opta por el retiro.

Se insiste en la percepción como métrica principal para entender la mancha de la corrupción, pero de ahí a volverla la fuente principal de las potencialidades de las finanzas públicas hay trecho. Hay que acabar con los corruptos, porque la credibilidad y la legitimidad del Estado están en riesgo. De aquí su centralidad como reto nacional y del Estado.

Junto con la violencia, la corrupción forma una pareja disolvente y corrosiva; lleva a la confusión y la ofuscación de los ciudadanos. La resultante es el miedo y el enojo contra el Estado y, por esa vía, el desprecio de la coordinación política indispensable para la cohesión social.

El cuadrilátero del que aquí se ha hablado: corrupción, violencia, mal crecimiento y desigualdad con pobreza masiva, conforma un inventario insoslayable que por su complejidad y peligrosidad política requiere un magno esfuerzo de orden y determinación de prioridades. Insistir en la centralidad de la corrupción, por ejemplo, puede llevar al nuevo gobierno a quedarse sin opciones en materia de cuadros jóvenes para la administración del sector público, por el temor de éstos a ser arrasados por una cruzada justiciera y sin control que no reconozca fronteras entre la moral, la ética pública y el interés político.

Por su parte, la violencia obliga a tomar decisiones constitucionales que no pongan en riesgo la demanda de eficacia de las fuerzas del orden de cientos de comunidades en todo el país. El crecimiento tiene que acelerarse, y pronto, pero los mal llamados equilibrios macro son el rasero con el que las mal llamadas calificadoras nos miden. Mientras no admitamos que la reforma fiscal es inequívocamente la madre de todas las reformas, como lo ha planteado Francisco Suárez Dávila en su interesante y convincente opúsculo ( México 2018: en busca del tiempo perdido. MAPorrúa, 2018), las carencias no atendidas se acentuarán.

Convertir este cuadrángulo hostil en un cuadrante virtuoso supone estar dispuestos a convocar a unas concertaciones transpartidarias y transclasistas que puedan servir de punto de apoyo para que un auténtico gobierno de coalición pueda acometer la reforma del Estado tan pospuesta y rehuida por la democracia mexicana.