Opinión
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Novedades del café Bravo
E

n su columna en La Voz Brava, Clarisa Landázuri comenta que no sabe en qué consiste el aburrimiento pues, debido a la clientela que llega a su café, diariamente renace en ella el interés por los demás, la gran mayoría de los cuales le son desconocidos, parroquianos frecuentes son escasos, y además tampoco es que su trato con ellos se amplíe más allá de un saludo cordial, apenas manifiesto con una discreta sonrisa.

Si tuviera la energía, insiste Clarisa, por las noches podría escribir y escribir sobre las observaciones que hace de la gente que llega al café Bravo, tanto de los solitarios, que transmiten, o que a ella le transmiten, más de lo que probablemente ellos mismos querrían revelar, como de los que llegan al café para encontrarse con alguien y platicar, o aun de los que platican con el que se siente al lado, así se vieran ahí por primera y última vez, gente que llega más deseosa de comunicarse con otro que a tomarse un café, a estar un rato, más moroso o más fugaz, consigo mismos, pensando, o contemplando por las ventanas el barranco o el bosque. O de los solitarios, insiste Clarisa, pensativos, contemplativos, lectores, a veces tan ensimismados que no se dan cuenta, que ríen o lloran solos, entregados a qué recuerdos, a qué penitencias, a qué ilusiones.

Se explica Clarisa, es imposible no interesarse en los clientes de su café. Y más bien lo que lamenta es ser cada vez más incapaz de registrar cuanto ve y oye, cuanto imagina y deduce, de cada una de las personas que llegan al café, temprano en la mañana, a cualquier hora del día y de la tarde, o incluso entrada la noche. Cierra a las 12; abre a las seis. Siempre hay alguien esperando ante la puerta, y siempre hay alguien, anota Clarisa, que demora, que prolonga el último sorbo de su café. A ella le falta energía para anotarlo todo al retirarse a su cabaña al final de la jornada, tras atender a los clientes del café que distinguen el suyo, tanto la bebida en sí como el local propiamente dicho, entre los demás cafés de Brava, que no son muchos, pero incluso entre los de la ciudad, pues nunca falta quien haga saber que subió a Brava exclusivamente para estar en el café Bravo, lo cual, admite Clarisa, la halaga, aunque, en debate permanente según vive entre los sentimientos encontrados que la recorren, asimismo la angustia, pues no le queda, ya, casi energía para escribir sobre ellos cuanto sería su deseo. Interesada como vive, despierta como está, pero, ya, incapaz de escribir cuanto le gustaría dejar registrado.

De tanto en tanto se concentra, anota y logra recoger algo de cuanto la mueve de quienes llegan al café, a tomar un café o incluso, como en el caso de una joven que llegó esa misma tarde, no para tomar ningún café, según pudo deducir Clarisa, sino en busca de la oportunidad de hacer algo más, algo reprobable que, por común que sea en el mundo y en la Historia, a ella la sorprendió.

Sucedió que un parroquiano se levantó de la banca y salió del café sin advertir que, aparte de la taza medio vacía sobre la mesa, dejaba atrás, apoyada contra la pared, una bolsa de cuero a todas vistas nueva. Aunque Clarisa observó el hecho, no se inquietó; más bien agradeció la confianza con la que el cliente había actuado, sin dudar de que a su regreso el café y la bolsa lo estarían esperando. Así, Clarisa siguió con sus ocupaciones detrás del mostrador hasta que, súbitamente, los gritos de una clienta la estremecieron. Ladrona, ladrona, gritaba, a la vez que, dejando atrás su propia bolsa y su propia taza de café, a grandes pasos alcanzaba la puerta y salía, en busca desesperada de la delincuente. Volvió al café, continúa Clarisa, al mismo tiempo que volvía el propietario de la bolsa robada. Y mientras él preguntaba por sus pertenencias, la clienta avispada explicaba cómo había visto a una joven, de buen aspecto, con un traje de deportista de calidad y con estilo, echarse al hombro la correa de la bolsa y abandonar el café Bravo a toda prisa.