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Payán, poesía de vida
N

o es de extrañar que Carlos Payán resulte poeta. La poesía siempre estuvo en la médula de su acción y en su actitud ante la vida. Más bien cabía sospechar que era un poeta secreto, agazapado en el organizador de proyectos periodísticos, en el sutil sismógrafo de imágenes, en el editor a la caza de la palabra justa asistido por su buen gusto. Hoy, que el lenguaje periodístico está tan degradado en lo lingüístico, y no sólo por culpa de las redes sociales (hay cada calumnista), la enseñanza de Payán es también literaria. Pertenece a esos periodistas que habitan el idioma con talento y pasión, como su mentor Manuel Becerra Acosta, o Julio Scherer García.

Cuando dirigía La Jornada, en la voz del jefe Payán siempre acechaba una línea de Pessoa, un verso de López Velarde, una malicia de Quevedo, y no pocas veces ocurrencias auténticamente suyas. Su relación con el vicio absurdo viene de lejos, lo discreto no quita lo valiente. Hacia 1958 le ocurrieron dos cosas trascendentales. Una, que Juan José Arreola, director de la Casa del Lago, inventó los recitales de Poesía en Voz Alta que se hacían los domingos en la mañana, y lo invitó a participar. Juntos realizamos los primeros, recordaba en 2013 al recibir una distinción en la Universidad de Guadalajara.

La otra fue su ingreso al Partido Comunista. A la manera de José Saramago, a ello le atribuye haber encontrado sentido a mi vida y una ética para enfrentar el futuro. Sin arrepentimiento, en 2013 admitía: Estábamos equivocados aunque teníamos la razón. El largo camino que lo llevó al periodismo se concreta en la sucesiva creación de los diarios independientes unomásuno y La Jornada, en su compromiso con las causas populares sin temor a los poderes, en su atención sensible a las artes, la literatura, la cultura alta y la cultura popular. Tales atributos le permitieron dirigir y estimular a reporteros, cronistas, articulistas, fotógrafos y moneros mientras lidiaba con los sucesivos gobiernos nunca afines (por decir lo menos). Sería senador y como tal siguió apoyando de cerca, igual que en los años 70, los 80 y los 90 del siglo pasado, causas como la zapatista y otras luchas. Luego incursionó en la producción televisiva de calidad.

Detrás de todo esto corre un hilo permanente de lo que sólo cabe llamar poesía. Eduardo Vázquez Martín la llamó clandestina, al presentar el 14 de julio el poemario Memorial del viento (Serie Hojas del Huerto, 2018). En la misma ocasión, Blanche Petrich, pupila cum laude del maestro Carlos Payán Velver, relató su evolución como reportera guiada y respaldada por él; tampoco a ella le sorprende que Payán tenga sus versos.

Hará un par de años visité a Payán en un confín de Girona, lejos del mundanal ruido, como dijera Thomas Hardy, al pie de los Pirineos que Walter Benjamin no cruzó. Ripoll, la población más próxima, cuna de Cataluña y del anarquismo autónomo, queda retirada. Con su compañera, la novelista Laura Restrepo, me recibió en una hermosa masía rodeada de jardines y bosques, un balcón natural sobre los campos. En la planta superior, vasta y sobria, casi monacal, en la recámara-estudio había una pequeña mesa con cuadernos, plumas y algún libro, frente a una ventana abierta hacia los valles. Ahora sé que allí, en la melancolía del aire libre, nació Memorial del viento, discreta adoración al amor, el bosque y la vida. Desde el retraimiento, en una vena que recuerda al tardío Tu Fu (el santo patrono de todos los poetas que hace un milenio enfrentó las borrascas y exilios de su tiempo como hombre público, poeta y padre), Payán nos da por fin la poesía que quedaba debiendo.

A tono con el tono bajo de su voz, en la lectura lo escuchamos situar su refugio: En las colinas brumosas/ de los Bajos Pirineos,/ el esplendor dorado del Otoño/ deja ya caer sus oros,/ sus doradas mieses,/ hasta sepultar la tierra/ bajo una alfombra ocre. Un telar de sueños y deseos donde un diminuto pájaro/ aparece suspendido y sorprendido/ en el aire para quien ha sido un testigo activo de la Historia y de nuestras historias.