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Graciela y Gerardo, Gerardo y Graciela
E

n lo que va del año he tenido la fortuna de recibir dos invitaciones extraordinarias, la de Graciela de la Torre y la de Gerardo Fulgueira, que fue la primera del par y que se trataba de celebrar los 50 años de la generación de 1968 de la preparatoria del Colegio Madrid. La de Graciela celebró muchos más años de la generación del Instituto Asunción de México, del que yo salí al terminar la primaria, en 1962.

Aun cuando por diferentes circunstancias no asistí a ninguna de ambas celebraciones, los recuerdos que suscitaron en mí reanimaron viejas emociones, la mayoría revividas entre risas y sonrisas.

Como a lo que me he dedicado ha sido a escribir, he podido capturar aquí y allá algo de todo esto, de modo que lo he tenido más que presente, por buena fortuna, porque de esta manera mis amigas y amigos de entonces, sin saberlo, nunca han dejado de acompañarme, a pesar de que salvo a uno o dos de ellos no los he vuelto a ver y ya han pasado largas décadas. Sé que nos reconoceríamos, y supongo que el intercambio de recuerdos que haríamos, coincidieran o no los de unos con los de los otros, sin duda nos agitarían a todos más entre risas que entre lágrimas.

Estos encuentros en los que se entrelazarían mis recuerdos y mis falsos recuerdos con los de mis interlocutores más bien me inquietan, y de ahí que no decida si prefiero quedarme con los míos, seguir dándoles vueltas a mi manera, aun cuando la risa ceda y sean las lágrimas las que ocupen su lugar. Habría cuestionamientos, que resultarían fuera de lugar y sobre todo fuera de tiempo, reelaboraciones y rectificaciones, tachaduras y sustituciones, como si el pasado fuera un borrador y el recuerdo nada sino una nueva versión de interminables versiones, todas inútiles.

Querida Graciela, Querido Gerardo, cómo agradecerles que me hayan incluido en sus listas, cómo disculparme por no haber podido atender sus invitaciones. Detallar las circunstancias particulares, o sintetizarlas, generalizarlas con las cinco palabras que las contienen y que las justifican. Se me atravesó la vida, les diría, se me atravesó la realidad que, si acaba con algo, ciertamente es con los sueños. Despiertas y te encuentras con que los planes que anotaste la víspera para seguirlos paso a paso el día de hoy, se han topado con obstáculos que te paralizan y amenazan con impedirte dar ninguno de los pasos, ni los previstos ni los imprevistos, que te tienen atado de pies. Si quieres desatarte y seguir adelante, tienes que adaptarte a los planes que te impuso la noche, el azar o, sencillamente, la realidad, una vez más.

De entonces acá Graciela se ha convertido en la directora del Museo Arte Contemporáneo de la Universidad Nacional. De la niña que fue, a maestra en museografía. Por buena fortuna, sin embargo, en el trato, en especial con las integrantes de la generación a la que pertenece del Instituto Asunción, ha conservado la soltura y la familiaridad. Los breves y graciosos comentarios con los que nos recordaba la fecha de la comida, las pintorescas indicaciones para facilitarnos dar con la dirección de su casa, la encantadora conminación a que le confirmáramos nuestra asistencia, pues debíamos caber todas en sus mesas y éramos muchas. El lenguaje, suelto, gracioso, carente de miramientos. Me ha prometido mandarme algunas fotografías de la valiente reunión que organizó, y no sé cómo pedirle que de una vez me escribiera una crónica con sus palabras.

Salvo por la invitación por correo que me mandó, de Gerardo no he vuelto a tener noticias desde 1968, cuando acabamos la preparatoria y dejamos de tomar juntos el trolebús en la avenida Revolución, frente al colegio, que nos dejaba en Las Palmeras, la parada que nos quedaba más cerca a los dos, vecinos en la colonia Chimalistac. Lo recordé por escrito cuando escribí sobre uno de los libros de Francisco Rebolledo. Eran amigos inseparables. Me encantaría encontrármelos de casualidad, aunque la emoción me nublara los ojos.