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Del café Bravo
C

larisa Landázuri quedó tan impresionada por el asalto del que un cliente del café Bravo había sido víctima que, tras concluir su crónica del mismo en La Voz Brava, se abocó a reunir más detalles para una futura entrega.

Ahora relata que la parroquiana que a gritos dio a conocer el atraco era una sesentona con dos características notables. Una necesidad exagerada de comunicarse y un pronunciado don de observación, que en potencia prometían ser útiles, al menos en la ocasión del robo que presenció y que procuró remediar.

Así, aun vencida en su impulsiva persecución de la ladrona, la clienta había regresado al café con redoblados deseos de relatar a quien la escuchara cuanto había observado del asalto, necesidad que Clarisa se dispuso a satisfacer, al prestar su tiempo y atención a cuanto esta señora añadiera del caso.

La declarante volcó en Clarisa su narración, con una nueva taza de café y con otra pieza de pan, que no dejó de masticar mientras hablaba, café y pan que ahora corrieron por cuenta de la propietaria que, a su vez, al registrar mentalmente cuanto escuchaba, sorbía su bebida y atendía la reseña desordenada pero abundante en datos, tanto conducentes al tema del robo de la bolsa como a experiencias personales en las que la víctima del ultrajo había sido la propia informadora. Una cuidadora que le robó 5 mil dólares a su esposo moribundo que los guardaba en un bien premeditado escondite; una sirvienta que la despojó de sus pulseras.

A todo esto, el joven al que la delincuente robó la bolsa, resignado había optado por levantar los hombros y abandonar el café, sin aparente intención de dirigirse a la delegación de Brava a levantar un acta, como si sintiera que el verdadero culpable del despojo fuera él, pues, admitiría, él mismo había cometido el error de dejarla atrás, descuido del que, supuso Clarisa, se habría percatado y del que ahora pagaba las consecuencias.

Como si estuviera ante el Ministerio Público, la avivada clienta precisó a Clarisa cómo, instantes antes del asalto, mientras tomaba café y masticaba pan, había advertido que en el exacto momento en el que el joven de la mesa de al lado se levantaba, salía y dejaba atrás la bolsa, a otra clienta, que también había advertido el hecho, visiblemente se le alertaba la mirada, como si la bolsa hubiera sido desatendida precisamente para quedar a su disposición.

Esta joven, vestida de deportista fina, sin perder tiempo se echó al hombro la correa de la bolsa a la vez que la declarante, intuitiva, entrometida o simplemente civil, le preguntó si era de ella, a lo que la delincuente asintió con una sonrisa a la vez que se ponía de pie y salía del café a toda prisa. Corrí tras ella, pero no la vi más, comentó. Añadió que se arrepentía de no haber hecho nada por impedir el robo que con tanta claridad había visto venir.

Clarisa reflexiona que le extrañó que alguien con semejante intuición y capacidad observadora no hubiera reaccionado a tiempo, sino sólo cuando fue demasiado tarde.

Y le llamó la atención que, una vez derrotada, y tras haber hecho una declaración exhaustiva, con la promesa de regresar, dejara sola ante la mesa a Clarisa y recorriera las otras mesas del Café en un intento de precisar el robo con detalles que los demás clientes agregaran. Parecía querer confirmar que la experiencia que acababa de tener había sido real y no una alucinación.

Y mientras la propia Clarisa consideraba que quizá, después de todo, la declarante se tratara de una desequilibrada, capaz de creer reales sus fantasías, esta clienta regresó a la mesa, ocupó de nuevo su lugar frente a Clarisa, y en tono confidencial señaló: Si fuéramos escritoras, con todo esto podríamos escribir una novela como de Agatha Christie, propuesta con la que Clarisa, escritora desconocida como constataban las palabras de la parroquiana, cerró el relato que en la noche, retirada en su cabaña, cuidadosamente anotó en las páginas de su diario personal.