Usted está aquí: viernes 7 de septiembre de 2007 Cultura Pavarotti, refugio de la alegría

Pavarotti, refugio de la alegría

Heredero de grandes voces italianas, tomó la estafeta para no dejar al mundo en silencio

Carlos Montemayor

Luciano Pavarotti es una parte plena y dichosa del manantial inagotable de la creatividad de Italia. Grandes voces de ese país han cubierto al mundo durante siglos de arte, perfección, regocijo, dicha. Tuvimos el privilegio, la generación que vivió con él (las generaciones a las que él cantó, a las que él pudo asombrar e inundar con la perfección de su voz y la música), el privilegio, repito, en los desastres deleznables del mundo actual, en los deplorables gobiernos de nuestro mundo increíblemente voraz, el privilegio de contar con la plenitud de un tenor que nos dio felicidad al escucharlo en conciertos, en discos, en cine, en televisión, en conferencias magistrales. No siempre el mundo es cabalmente perverso: nos dio a Pavarotti para refugio de la alegría, como oportunidad de paliar las heridas de nuestras sociedades lacerantes.

Italia ha sido generosa. A lo largo del siglo XX obsequió a otras generaciones que vivieron en épocas no mucho mejores que la actual, grandes voces de tenores que también trajeron felicidad a todos aquellos a los que llegó su voz. La singularidad de Pavarotti, o uno de sus rasgos singulares, fue haber surgido a tiempo para llenar él solo el vacío gradual que fueron dejando los inmensos tenores italianos anteriores a él en el siglo pasado.

Pavarotti nació en Módena hace ya 71 años. Su encuentro afortunado con la soprano Joan Sutherland marcó de manera profunda su arte; él expresó tempranamente que gracias a ella entendió el papel de la “respiración” en el canto. A partir de entonces, en efecto, su voz empezó a fluir limpia, nítida, fresca, como la corriente de un río que es la misma en las piedras, las praderas, las colinas o los bosques: tersa y continua, sin interrupción, ligada siempre con la naturalidad del agua o de la luz.

Para situar a Pavarotti en el contexto de las grandes voces italianas del siglo XX, recordemos algunos tenores de diversas regiones de Italia con diferentes rangos de lirismo y dramatismo. Enrico Caruso, nacido en Nápoles (¿dónde más, podríamos pensar, deben nacer los grandes tenores italianos?), es la piedra miliar del arte vocal moderno en el mundo entero. Sin embargo, otro gigante italiano de la ópera, Beniamino Gigli, nació en el centro de Italia, en Recanati. Tito Schipa, inagotable y perfecto, nació en el extremo sur de la península, en Lecce. El gran Ferruccio Tagliavini nació en Reggio Emilia, al norte del país. El mayor tenor dramático, Mario del Mónaco, creció en Pesaro, aunque nació en Florencia. El legendario Giuseppe Di Stéfano era siciliano, de Catania. El insuperable Franco Corelli provenía de las costas del mar Adriático, de Ancona.

Cada uno de ellos fue, en su respectivo tiempo, celebrando al mundo con la alegría y perfección de su voz. Nunca los tenores de Italia abandonaron al mundo a su propia suerte. Lo elevaron y engalanaron con su arte verdadero. En su momento, Pavarotti tomó la estafeta de las grandes voces italianas para no dejar al mundo en silencio. Quizás el momento que podríamos considerar como el despuntar no de su arte perfecto, sino de su presencia internacional y de su celebridad inextinguible, fue el concierto que realizó al lado de Joan Sutherland en el Avery Fisher Hall en el invierno de 1979.

En la plenitud juvenil de su voz interpretó los principales papeles del repertorio del bel canto de Rossini, Bellini y Donizetti: L’Elisir d’Amore, La Favorita, Lucia di Lammermoor, I Puritani. Conforme su voz fue ganando potencia lírica, incorporó en su repertorio y en la historia de la música los papeles grandiosos de Manrico en Il Trovatore, de Enzo Grimaldi en La Gioconda, de Rodolfo en Luisa Miller, de el otro Rodolfo, el poeta, en La Bohemia, de Mario Cavaradossi en Tosca, de Riccardo en Un Ballo in Machera, y el de Calaf, en Turandot, inigualable por la limpieza del Si natural desde el que hace descender, como un sol en lontananza que no quiere perderse más allá de los montes, un La natural que perdura como la luz en el día que se niega a morir.

El canto es uno de los más deslumbrantes milagros de la vida. El canto nos convoca a todos a mirarnos en un espejo sonoro: escuchamos en ese espejo la voz de nuestro ser. Nosotros sonamos así, nuestra carne y sangre suenan así. El canto es un llamado de la especie humana. Ningún instrumento de cuerdas, de viento o de percusión puede remplazar el asombro de la voz humana, el canto perfecto, la música de nuestra plenitud corporal. Alrededor del canto, alrededor de nuestra propia vida sonora, nos congregamos para saber de nosotros mismos, a escucharnos, a resonar en un gran oleaje de acordes y cuerpos en la vitalidad de nuestra propia dicha, de nuestra realidad más íntima, más indudable; nuestra voz nos llama, nuestra voz nos descubre. Con una vida cabal, con un ciclo poderoso vivido a plenitud, Pavarotti cantó para varias generaciones. Cantó para el regocijo y la dicha de los seres humanos. Ahora quizás muchos ángeles piensan que toca el turno de que cante para ellos. Enhorabuena.

 
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